(O por qué el corazón necesita ya una app de actualización automática)
Si alguna vez has intentado ligar en 2025 y te has sentido más perdido que un cura en Tinder, tranquilo: no estás solo. El panorama relacional actual se parece más a un buffet libre de sentimientos que a un menú cerrado.
Y sí, los tiempos en los que uno decía “soy chico, me gusta chica” y fin, han quedado atrás. Hoy hay tantas etiquetas, combinaciones y matices que el amor se ha convertido en un máster sin tutor.
Así que abróchate el cinturón emocional, porque vamos a recorrer el manual definitivo para orientarte en el laberinto relacional, emocional y sexual del siglo XXI, sin perder la sonrisa (ni la paciencia).
Todo empieza con lo clásico: los heterosexuales siguen existiendo. Esas criaturas mitológicas que aún piensan que “chico conoce chica” basta para explicar la historia. Le siguen los homosexuales, que entendieron antes que nadie que el amor no entiende de moldes y, además, suelen tener mejor gusto musical.
Luego llega la bisexualidad, que básicamente duplica las posibilidades de enamorarse… y de confundirse también.
Pero si creías que esto se quedaba ahí, entra en escena la pansexualidad: esa maravillosa indiferencia hacia el género, porque el alma —dicen— no tiene entrepierna. Si te enamoras de la energía, de la mirada o del acento… enhorabuena, eres pansexual.
Un poco más allá están los asexuales, a quienes el sexo les parece tan emocionante como leer el BOE, pero que pueden amar con ternura infinita. Y justo a su lado, los demisexuales, que solo sienten deseo si antes hay conexión emocional: gente que necesita química, pero también charla y buen café.
Después aparecen los sapiosexuales, esa especie de románticos intelectuales que se excitan más con una buena conversación que con una foto en bañador. Si cita a Nietzsche o te habla de física cuántica, les tiembla el alma.
Para quienes no quieren cerrar puertas, existen los heteroflexibles y los homoflexibles, que básicamente se resumen en: “yo soy esto, pero si surge lo otro… bueno, ya veremos”.
La vida da muchas vueltas, y el deseo, más.
Hasta aquí, las identidades. Pero agárrate, que llegamos a los modelos de relación.
Hay quienes apuestan por el poliamor, que consiste en amar a varias personas a la vez, pero con calendario compartido, honestidad y una diplomacia digna de la ONU.
Otros prefieren las parejas abiertas, que suenan modernas pero requieren más comunicación que una cumbre del G7: libertad sí, pero con partes iguales de respeto y control emocional.
En cambio, los swingers directamente lo llevan al terreno práctico: cambiar parejas sin dramas, con cóctel y música ambiente.
Frente a ellos, los monógamos cerrados siguen defendiendo su amor de toda la vida, uno contra el mundo y contra la tentación de las notificaciones.
Aunque, en el fondo, muchos acaban practicando la monogamia serial, que es lo mismo… pero en capítulos de temporada.
También hay amores en diferido, como las relaciones a distancia, donde el cariño se mide en megas y las caricias son por videollamada.
Y, en el extremo opuesto, los friends with benefits, esos amigos con derecho a roce y sin derecho a reclamo, que juran que “no se van a liar las cosas” hasta que, sorpresa, se lían.
Y si te has enamorado y desaparecen sin explicación, enhorabuena: has sufrido ghosting. Si te dan solo miguitas para mantenerte ilusionado, eso es breadcrumbing.
Y si no te hablan, pero ven todas tus historias… estás en orbiting, el purgatorio de los casi algo.
Después llega la anarquía relacional, la revolución sin etiquetas: aquí nadie es “pareja oficial”, nadie es “el otro”, todo fluye y nada se define, salvo la confusión general.
Muy cerca está la polifidelidad, que básicamente es poliamor pero dentro del mismo corral, y los throuples, esas parejas de tres que funcionan bien hasta que alguien elige peli en Netflix.
Si eres capaz de alegrarte de que tu pareja disfrute con otra persona, has alcanzado el nirvana de la compersión: el antónimo místico de los celos, apto solo para almas evolucionadas o extremadamente pacientes.
Y mientras tanto, los metamours —las parejas de tus parejas— se convierten en personajes secundarios de tu historia sentimental. A veces amigos, a veces competencia, a veces simplemente parte del decorado.
Pasemos al terreno de los géneros, donde las etiquetas son aún más creativas que los filtros de Instagram.
El género fluido es como el clima: cambia. Hoy masculino, mañana femenino, pasado ya se verá.
Las personas no binarias no se sienten ni hombre ni mujer; son, simplemente, ellas mismas, sin casillas que las limiten.
Los transgénero, por su parte, viven conforme a la identidad que sienten y no a la que les asignaron, recordándole al mundo que ser auténtico no es una opción, sino un acto de valentía.
Y los cisgénero, que nunca habían necesitado etiqueta, ahora descubren que también la tienen: son aquellos cuya identidad coincide con el sexo con el que nacieron. Vamos, el “modo por defecto” del sistema operativo humano.
Y como broche, llega el soltero zen, ese héroe contemporáneo que ha visto todas las anteriores categorías y ha decidido no participar.
Medita, pasea, duerme en paz y no tiene que debatir si su relación es abierta, cerrada o en beta. Vive en calma y cena sin discutir por los platos del lavavajillas.
Con humor y resignación
Así es el amor en tiempos de WiFi: diverso, vibrante y tan confuso que ya necesitamos manual de usuario.
Antes bastaba con preguntar “¿quieres salir conmigo?”.
Hoy hay que añadir: “¿y en qué formato? ¿con qué pronombres? ¿monógamo, fluido, sostenible o con opción premium?”.
Pero que no cunda el pánico: más allá de todas las etiquetas, el corazón sigue hablando su idioma de siempre.
A veces tartamudea, a veces grita, a veces manda audios larguísimos.
Lo importante es que late.
Y si no sabes cómo definirte, no pasa nada: pon “amorcurioso en fase de prueba”.
Funciona para casi todo… y da conversación en cualquier cita.
