Pese a los episodios de tensión, coacciones y ruptura total de relación, el alto tribunal exige abonar 600 euros mensuales: “No hay culpa exclusiva de la hija”, concluye el fallo
Instalaron cámaras en su propia casa para protegerse de su hija. Hubo episodios de violencia, denuncias cruzadas y hasta una condena por coacciones. Pero nada de eso ha bastado. El Tribunal Supremo ha sentenciado que unos padres gijoneses deberán pagar 600 euros al mes en concepto de pensión de alimentos a una hija universitaria que fue expulsada de casa por su comportamiento. ¿La razón? Que la mala relación “no es imputable solo a ella”. El fallo ha reabierto un debate incómodo: ¿puede el vínculo biológico justificar cualquier cosa?
EL CASO QUE LO HA DESATADO TODO
La historia nace en una vivienda de Gijón donde, durante años, la convivencia entre una pareja y su hija se volvió insostenible. La joven —de poco más de veinte años y estudiante universitaria— fue obligada a abandonar el domicilio familiar tras años de enfrentamientos, episodios de hostilidad y una relación considerada “irreparable” por sus padres.
Los progenitores llegaron incluso a instalar cámaras de seguridad dentro del hogar, según reconoció el propio Tribunal Supremo, alegando que se sentían inseguros. Hubo denuncias por parte de ambos bandos y un proceso judicial que desembocó en la condena de la hija por coacciones.
Años después, la joven reclamó una pensión de 1.359 euros mensuales, desglosados entre gastos personales y el alquiler de un piso. El juzgado le reconoció 600 euros (400 el padre y 200 la madre). Los padres recurrieron: querían que el vínculo quedase roto para siempre, apelando al maltrato, la falta de respeto y la ausencia total de relación.
¿LOS HIJOS PUEDEN MALTRATAR Y AÚN EXIGIR PENSIÓN?
El Supremo ha dicho no. O mejor dicho, ha dicho que no es suficiente. En la resolución se admite la existencia de una relación “altamente conflictiva”, pero se rechaza que sea “exclusivamente imputable a la hija”. Y eso lo cambia todo.
Según el fallo, aunque los padres alegaron que su hija “olvidó sus deberes” como hija, “ni respetó ni obedeció mientras estuvo bajo su potestad”, la jurisprudencia vigente exige una culpabilidad clara y unívoca del descendiente para extinguir el derecho a recibir alimentos. Y en este caso, hay hostilidad, sí, pero también ambigüedad.
La decisión del Supremo no solo confirma el criterio del Juzgado de Primera Instancia n.º 11 de Gijón y de la Audiencia Provincial, sino que también lanza un mensaje a toda la sociedad: el deber de manutención sobrevive incluso a la ruptura emocional.
¿JUSTICIA O NUEVO MANDATO SOCIAL?
Para muchos juristas y ciudadanos, el caso evidencia un desajuste preocupante. La ley protege —y con razón— a hijos sin recursos. Pero lo hace sin ponderar suficientemente cómo se ha construido (o destruido) la relación familiar.
Casos similares en Lleida, Madrid o Pontevedra reflejan la misma tendencia: aunque no haya afecto, aunque haya distancia, incluso con denuncias de por medio, los jueces suelen mantener la obligación económica si no se demuestra una actitud abiertamente cruel, sostenida y unilateral por parte del hijo.
LA “DICTADURA FILIAL”: ¿ESTAMOS CAMINANDO HACIA ELLA?
Este caso plantea una pregunta de fondo:
¿Puede un hijo exigir pensión a unos padres que lo han denunciado, que lo han expulsado de casa, que han sufrido por su actitud?
¿Estamos construyendo un modelo de familia donde el vínculo de sangre sustituye a la reciprocidad, al respeto, incluso al cariño?
Como escribió el catedrático de Derecho Civil Guillermo Cerdeira, “el derecho a alimentos no puede ser un salvavidas automático para relaciones rotas y erosionadas por la deslealtad”. Y sin embargo, la jurisprudencia actual apunta justo ahí.
En un país con crecientes tensiones intergeneracionales, este fallo reabre un debate incómodo pero necesario: ¿hasta dónde llega la obligación de los padres? ¿Y dónde empieza la responsabilidad de los hijos?
La justicia ha hablado. Pero muchos padres —y no pocos hijos también— empiezan a preguntarse si, en nombre del deber legal, no estamos perdiendo el sentido común.