El síndrome del viaje

Aquel aciago 11 de septiembre de 2001 en Nueva York, con la destrucción de las Torres Gemelas,  no solamente  se derrumbó el centro neurálgico de la ciudad, sino igualmente otras muchas cosas, ejemplo: el placer de viajar. Antes del  colapso que hizo saltar la economía, hundir líneas aéreas y cerrar docenas de agencias turísticas, ir de un país a otro era en cierta forma placentero.

 Los aeropuertos parecían poseer  en ese entonces un encanto especial, una sensación agridulce que siempre produce todo traslado, sobre todo cuando en los mostradores de acceso las anfitrionas eran atentas y agradables, tiernas cortesanas en flor inclinadas a solucionar cualquier inconveniente de última hora que le pudiera surgir al trotamundos desorientado.

Eso ha pasado a mejor vida. Hoy ir a un terminal y tomar un vuelo, se ha convertido en una pesadilla. El regodeo sentido  antes de acudir se desvanece ante el trato frió – no malo - de las azafatas de tierra.

 Un antiguo libro sobre la forma de tratar al viajero de una aeronave, llamado “The Tourist”, dice que las personas antes de  abordar un avión están nerviosas, padecen zozobra, y ante es cuadro clínico, se recomienda a los empleados de las líneas mesura y mucha comprensión.  En nuestro caso, debo decir que  sobrellevo bien esos augurios, posiblemente cuenta de la frecuencia de mis vuelos. Mis crónicas de viajes son retazos de  experiencias pasadas durante los días de permanencia en algún paraje bucólico, ciudades de  encanto o un encuentro personal que, una vez finalizado el peregrinaje, uno siente la necesidad  de volver a revivir.  

No sucedió así en la última travesía. La línea, buena, el personal normal. El problema estuvo en tierra, en ese mostrador que terminado ha convirtiéndose en potro de suplicios.

Hay algo que he sabido desde hace tiempo: a las líneas aéreas no le gustan los libros. Lo mismo a las policías: piensan que entre sus páginas se esconde droga, estiletes afilados o revólveres. Intenté llevarlos conmigo en una pequeña bolsa de mano, pero la empleada se negó rotundamente: “Si lo hace, le prohíbo subir al vuelo”. Solución: pagar sobre peso. El resto de los viajeros entraron a su asiento  con maletas, bolsos descomunales y todo tipo de bultos.

Pienso ahora,  al hacer estas letras,  que lo nuestro con las líneas aéreas, no es pasión, sino síndrome de Estocolmo: nos tratan mal y nos gusta. Tendré que visitar  al alienista.    



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