Edadismo

Las campañas electorales constituyen el marco adecuado para que los partidos políticos den rienda suelta a sus ocurrencias para concitar el interés de los electores. La última (¿penúltima?), de Albert Rivera reivindicando el protagonismo en exclusiva de los nacidos en democracia para pilotar la regeneración política, merece alguna reflexión.

 

La primera interrogante que suscita es si esta propuesta implica edadismo, entendido el término como una de las tres grandes formas de discriminación de nuestra sociedad, junto al racismo y al sexismo. Como esos otros “ismos”, el edadismo implica una visión tópica, peyorativa y despectiva sobre un grupo social, y supone una desvalorización y desconocimiento de las capacidades reales de las personas mayores.

Cierto que existe la obsesión por no envejecer, pero tiene que ver más con la glorificación de la juventud como un valor moral y comercial que con una pérdida de aptitud.

 

La vejez no es una enfermedad ni una discapacidad; es una fase vital más. No es un problema; es un desafío. No sería lógico que las personas mayores sufrieran el efecto Pigmalión negativo.

No parece que responda a la lógica del sentido común encasillar la propuesta del líder de Ciudadanos dentro de las formas de edadismo. Si así fuera, sería una autoinmolación, porque el interés que suscita entre las personas mayores (es un chico muy guapo, dicen) podría esfumarse. Además, muchas de esas personas vivieron la dictadura y, por ello, saben apreciar la democracia.

 

La polémica suscitada en relación a este asunto recuerda el debate sobre quiénes son más inteligentes, los blancos o los negros (¿qué blancos y qué negros?).

Conviene también tener presente que en las grandes civilizaciones que han existido a lo largo de la historia, de las que quizá el Imperio Romano constituya el mejor ejemplo, a las personas mayores se les reservaba un papel nuclear. Repárese en los Centumviri (Consejos de Cien Ancianos).

 

Cierto que en nuestra sociedad se vienen practicando y admitiendo con naturalidad formas de edadismo institucional, de las que constituyen claros ejemplos el establecimiento de una edad de jubilación obligatoria cuya determinación engloba a su vez y por alcance una segunda discriminación (unos funcionarios se jubilan a los 65 años, otros a los 70, y los políticos no tienen edad de jubilación), o la propia atención sanitaria, en la que, en ocasiones, la decisión de implantar o no una prótesis se hace depender de la edad del enfermo.

Cierto también que en el otro lado de la moneda hay que destacar que para la protección de la vejez existen partidas en los presupuestos para afrontar el pago de pensiones (no se hace sino aplicar la lógica del “do ut des”), salud y servicios sociales, pero, simultáneamente, a las personas mayores se las considera una carga familiar y social, lo que ha llevado a afirmar que “es la gerontología lo que es popular, no los viejos”.

 

Tengo el privilegio de dedicar parte de mi actividad a formar a alumnos en prácticas a los que triplico la edad. Nunca me he sentido destinatario del edadismo; todo lo contrario. Con ellos, que tienen aún la vida por estrenar, comparto experiencias y conocimientos, y de ellos me inyecto vitaminas de alegría y sentido común (aseguro que lo tienen y mucho).

Por tanto, son perfectamente compatibles edad y juventud.

Insisto, debemos entender que la propuesta del Sr. Rivera va más orientada a la renovación de la clase política que a la práctica del edadismo.

 

Sería ridículo y absurdo que uno mismo cimentara la base de una discriminación que con toda seguridad (y también con suerte si es capaz de sortear todos los obstáculos que la propia existencia pone en el camino) sufriría en el futuro.

 



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