El rostro de Shakespeare

 

Tras varios siglos de controversias, se da por hecho que un dibujo de William Shakespeare,  encontrado en Londres hace unos meses, es su verdadero rostro, siendo los demás retratos conocidos copias engañosas.

 

Las pinceladas datarían de 1610, cuando Shakespeare tenía 46 años. Seis  antes de su muerte. La imagen, sobre un fondo azul, lo muestra elegante, con una larga nariz y sin el célebre arete en la oreja.

 

Tal vez el rostro sea lo más  certero del autor de “Romeo y Julieta”, al no saberse cabalmente si el autor de la inconmensurable obra literaria - un  actor de teatro mediano -  pudiera beneficiarse de una capacidad  asombrosa  de conocimientos hasta llegar a considerársele el mayor dramaturgo de todos los tiempos.

 

La madre era analfabeta y el padre guantero. No existe ningún manuscrito suyo ni datos de haber realizado estudios, por lo que su origen rural no cuadraba con la imagen del genial autor. Con todo, muchos especialistas creen que Shakespeare sí las escribió,  y lo más importante: las obras están ahí y son  gozo y deleite.

 

A raíz  del cuadro descubierto, uno  pienso que si un hombre leyera a lo largo de su vida solamente la tragedia de Hamlet, hallaría en su texto  todo lo necesario sobre el ser humano, y si a la lectura  se añade el prólogo de Víctor Hugo dedicado al teatro completo del autor ingles,  conocería de igual forma al genio de Stratford.

 

Lo vociferó con claridad el autor de “Nuestra Señora de París”: “¡Hamlet! Espantoso ser en lo incompleto. Serlo todo y no ser nada. Es príncipe y demagogo, sagaz y extravagante, profundo y frívolo, hombre y neutro (.....) juega con cráneos humanos en un cementerio, aterra a su madre, venga a su padre, y termina con un gigantesco signo de interrogación el temeroso drama de la vida y de la muerte”.

 

Con él vamos de la luz a la sombra en un soplo, y en medio de esa micra de segundo, se desnudan, sobre una puesta en escena o acto sacramental pagano, cada una de las bajas connotaciones del perpetuo resentimiento nacido en lo más insondable de nuestras entrañas.

 

Hamlet existe, vive entre nosotros, y sigue siendo sombrío y al mismo tiempo irónico.

 

Del autor se puede decir todo. En sus comedias hay un mundo en miniatura. Nada se le escapó. Y si alguien llegara a nuestro planeta azul partiendo de una lejana galaxia y deseara conocer a plenitud ese don del cielo llamado cerebro,  suficiente sería con  leerlo.

 

 Harold Bloom, profundo conocedor de la obra del genio,   en “Cómo leer y por qué”, menciona un prefacio de Samuel Johnson  retrato de nuestro  personaje:

 

“Éste es, pues, el mérito de Shakespeare: que sus dramas son el espejo de la vida; que aquel cuya mente ha quedado enmarañada siguiendo a los fantasmas alzados ante él por otros escritores pueda curarse de sus éxtasis delirantes leyendo sentimientos humanos en lenguaje humano, mediante escenas que permitirían a un ermitaño hacerse una opinión de los asuntos del mundo y a un confesor predecir el curso de las pasiones”.

 

Vale recordar a Machado (don Antonio), el poeta de la Castilla parda y mística: “Esto que tengo de arcilla, y esto que tengo de Dios”.

 

Cuenta la Mitología clásica grecolatina que Sísifo, rey de Corinto, famoso por su astucia, al morir fue castigado al infierno, y para no permitirle hacer uso de ninguna de sus tretas, debía empujar hasta la cima de una montaña una pesada piedra, pero ésta, antes de llegar a la cúspide, caía, por lo que Sísifo debía comenzar de nuevo.

 

Y en esto debe estar en estos instantes el propio Hamlet, delfín terrible, apocalíptico,  poseedor de las dos partes del Destino sin poder asumir con  certeza cuál de ellas pudiera ser la verdadera.


¿Es Shakespeare el autor de sus obras? ¿El lienzo representa el verdadero William nacido el 23 de abril de 1564 en Stratford on Avon?.  Y si así no fuera, ¿importaría mucho? Nada,  mientras podamos seguir gozando de  las supremas obras de su teatrol



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