Carne fogosa

Los balcones son arrecifes al viento. En uno de ellos, en noches de insomnio, solemos asomar nuestra postración a la brisa de la trocha. De aquí hacia la infinitud o al encuentro del yermo cuyo misterio es la muerte agazapada, la única angustia emergida en el inicio del tiempo y que, gracias a los años marchando a su lado, ya asusta cada vez menos.

 

Amado Nervo nos dejó dicho: “artifex vitae, artifex sui”, cuyo significado habla de ser “artífice de uno mismo, de su destino”, enseñándonos con ello a beber hasta el último sorbo el bebedizo de la vida, algunas veces amargo, otras con sabor a aguamiel, y aún así, siempre prodigioso.

 

En “La vida del arcipreste Avakum”, pavoroso libro sostén de la literatura rusa y cuya contraportada crítica es del editor italiano Roberto Calsso, hay un diálogo gélido, preludio de los sufrimientos que recubren de quejidos temibles esas páginas goteadas de ahogo.

 

Al amanecer, la esposa de Avakum, tiritando de frío, se vuelve con el rostro helado al arcipreste, y le pregunta: “¿Cuánto durará este tormento, esposo mío?”. El responde: “Hasta la muerte, Markovna”. A lo que ella sumisa acepta: “De acuerdo, Patrovic, seguiremos adelante”.

 

Ese es nuestro destino sin aspavientos: continuar caminando hasta saber con certeza si somos el sueño de Dios o una sombra de la nada.

 

Esta última noche el balcón de la vereda se hallaba en brumas. Era la hora intermedia de la ensoñación; instante plomizo de acoplar el templete de la antigua y perdurable farsa con la subsistencia cotidiana.

 

Mi admirada Marguerite Yourcenar aún no se había ido. Apretado entre mis manos el libro dedicado a su ardiente Adriano, ella y el emperador continuaban enramando el idilio inacabado entre los ciparisos de la villa levantada en las laderas de Tivoli.

 

A lo lejos, muy al fondo, tras campos labrantíos, Roma se adormece.

 

Al hombre mundano y estadista lo contemplo adolorido; más que eso: envejecido. Su abatimiento interior aflora en la piel aguerrida. Enterró aún hace poco el cuerpo hermoso de su joven amante Antínoo, y él, un César, dueño del mundo conocido, llora cual un niño abandonado en medio de la oscuridad. Su dolor se desnuda igual a un árbol en el otoño decrépito, y siento desazón al mirarlo tan lastimado.

 

Marguerite desata el pañolón de su cabeza frondosa, y lo va a colocar con ternura sobre los hombros del soberano invicto.

 

Nuestra existencia, la comprometida con las pasiones, las enraizadas aflicciones y los olvidos indescifrables, se halla apretujada ante la escena desdoblada en este pequeño balcón de la vereda.

 

En él desfilan cada noche los innumerables espíritus que nos abruman, con la salvedad de que, si vale la pena vivir un tiempo más, es solamente por la avidez de sentir la carne fogosa atemperarse entre los brazos alicaídos del ser amado con el mismo apego de un perrito faldero.

 

En medio, un gozo ya agradecido: sentir cada vez menos los agobios ardientes que picotean el alma.



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