Melchor Fernández Díaz pregonó las Jornadas de la cocina de Cuaresma en Casa Carlos, San Cucao

Melchor Fernández Díaz pregonó las Jornadas de la cocina de Cuaresma en Casa Carlos, San Cucao

Llanera.- El periodista Merlchor Fernández Díaz, Consejero de La Nueva España, pregonó la Fiesta Gastronómica del Menú de Cuaresma, delebrada en el complejo hostelero Casa Carlos, en San  Cucao, con más de doscientos participantes y la dirección gastronómica de Gustavo García Izquierdo y con fabes con pixín y caldereta de pescado de roca, bacalao al horno con patatas panadera y cebolla confitada y tarta de nata y fresa, como sabrosos y bien guisados protagonistas.  Ofrecemos a los lectores el texto leído por el pregonero y un reportaje gráfico del encuentro.

 

El menú de la Cuaresma

 

Con su permiso, empezaré con una adivinanza:

 

De siete hermanas que somos

Yo la primera nací

y soy la de menos tiempo

¿Cómo puede ser así?

 

¿Alguien se decide a responder?

Es, naturalmente, la Cuaresma. Las siete hermanas son las siete semanas de que consta, de las cuales la primera es la más corta, pues solo tiene cuatro días, ya que se inicia en el Miércoles de Ceniza.

La adivinanza la he encontrado en el libro “Tradiciones asturianas”, de Elviro Martínez, publicado por Editorial Everest en una edición de 1985. En el libro se incluye una ilustración en la que la Cuaresma es representada como una vieja con siete pies, uno por  cada semana de su duración. En pocos y certeros trazos Elviro Martínez resume lo que significó  históricamente la Cuaresma para los asturianos, como habitantes de una región en la que el cristianismo era la religión dominante, por no decir exclusiva o única.

Prácticamente todas las religiones imponen a sus fieles sacrificios y privaciones, entre los que suele ser muy habitual la alteración de su régimen de comidas. La Iglesia implantó los sacrificios cuaresmales en el siglo IV, a imitación de los cuarenta días de retiro y ayuno que Jesucristo practicó en el desierto como antesala a su etapa de predicación. Estos sacrificios, consistentes en ayunar y abstenerse de comer carne o caldo de carne, fueron muy estrictos durante mucho tiempo. Tal rigurosidad, que se había relajado en muchos lugares, se recuperó tras el Concilio de Trento. En la diócesis de Oviedo fue el obispo Cristóbal de Rojas y Sandoval quien, en 1553, tras el Sínodo de Oviedo, proclamó que se debía ayunar  toda la Cuaresma, excepto los domingos y las cuatro témporas.

En cuanto a la abstinencia se extendía a los cuarenta días del periodo cuaresmal. Algunas costumbres refrendaban la vigencia tradicional de la norma. En muchos pueblos de los concejos de Tineo y Allande el Miércoles de Ceniza, al regreso de la iglesia se lavaban y secaban con todo cuidado las ollas en que  se había cocinado los días anteriores para significar que en toda la Cuaresma no se iba a comer carne.

¿En qué medida se cumplían estas normas? La del ayuno, quizá nunca demasiado, dicho sea en términos estrictos. Muchos ayunaban porque no tenían más remedio y los que tenían a su  alcance la opción de elegir, probablemente se acogían a algún subterfugio. Brillat Savarin, en su famosa “Fisiología del gusto”, describe como se ayunaba en el siglo XVIII en París. “A la hora de comer se tomaba cuanto se podía; pero el pescado y las legumbres se digieren pronto y antes de las cinco estaba uno muriéndose de hambre, se aguardaba con impaciencia y se rabiaba y mientras tanto se padecía  para alcanzar la salvación eterna”. De ese modo, añade, se llegaba a la colación, en la que no podía servirse manteca, huevos ni cosa alguna que hubiera tenido vida.  Y así, toda la Cuaresma, dice Savarin. Pero eso era antes, matiza, pues en el momento de publicar la obra que le daría fama perdurable, 1826, “la práctica de los ayunos ha caído notablemente en desuso”, dice.

Por esos tiempos en Asturias para la mayoría era Cuaresma todo el año. Haber, había de todo, según el famoso poema en bable del clérigo naveto Bruno Fernández Cepeda titulado “Riqueza asturiana”, que reproduce Eduardo Méndez Riestra en su estupenda obra “La hora de comer”. Y entre ese “todo” abundaban los pescados, comida admitida en la Cuaresma. Oigamos a “La Aldeana”, que hace el inventario:

“¿Y el pescadu? Como estamos,

Aquí a la llengua del agua

lu tenemos a porrillu,

fresco como el sol del alba.

Qu´esto ye comer pescadu.

Lo demás ye patarata.

¡Oh, como en Madril lu vieren!

¡Voto y ño que tal plasmaran!

Aquí hay salmón como cuchu

En Ribadesella y Pravia

Que sangra de puru frescu

pela boca y pela galla.

Hay pescades como borra,

Xardón a taca retaca,

congrios a trompa talega,

besugos a farta farta,

meros a tente bonete,

aguyes a bati barra,

morenes a zurriburri,

sardina a vela y dexala”

 

Y sigue con mielgues,cazón, xarda, rayes, barbos, más los que se pescan con caña: llovina, anguiles, truches, soyes. Y, por supuesto, mariscos: llangostes, llocantos, centollos, ñocles, berberichos, percebes, morciones (o sea, mejillones), aracinos (oricios), bígaros, llámpares, ostres, almejes…

Habría de todo, pero lo difícil era encontrarlo. Jovellanos, contemporáneo de Fernández Cepeda, da testimonio en su Diario de lo difícil que era encontrar buena comida en las ventas de la región, o, incluso, comida a secas. Eso sí, a veces consigna que le sirvieron unas truchas riquísimas.

También por esa época, el clérigo inglés Joseph Townsed, que visitó el Principado en 1786, testimonia que  no solo se comía de abstinencia todo el año, pues apenas se probaba la carne, sino que casi no se probaban los huevos ni se bebía vino. Y el aceite era desconocido para la mayoría. Según el doctor Gaspar Casal, quien durante los 34 años que vivió en Asturias estudió la forma de comer  de los asturianos e hizo deducciones admirables, como la genial anticipación sobre la existencia de las vitaminas, la dieta de los que trabajaban, los campesinos, consistía en lácteos, maíz, leguminosas y, rarísima vez, carne fresca. Pero los ricos, que no trabajaban –acota Casal— se hartaban de carne y pescados y bebían vino y licores hasta saciarse.

 

Todo esto, por interesante que sea recordarlo, nos queda ya muy remoto. Los tiempos cambiaron para mejor y los alimentos más variados y nutritivos fueron haciéndose más accesibles a todos, aunque siguiera habiendo clases. Pero las normas cuaresmales se mantuvieron inconmovibles hasta hace muy poco tiempo. El ayuno se practicó poco, pero hasta hace treinta o cuarenta años la abstinencia se seguía a rajatabla en muchas familias y eran mayoría los restaurantes y casas de comidas que en  los días  señalados solo servían comida de vigilia.

 Y aún nos dábamos con un canto en los dientes con esas restricciones porque éramos unos privilegiados, ya que los católicos de otros países debían practicar la abstinencia durante todos los días de Cuaresma, y no solo los viernes como nosotros, eso sí, si adquiríamos la Bula de la Santa Cruzada, un impreso que nos vendían enrollado como un canuto. O tal vez los católicos extranjeros se habían anticipado a hacer lo que hacen hoy la mayoría de sus correligionarios españoles, que es acatar la ley, pero no cumplirla. Porque la abstinencia sigue siendo  obligatoria para los que hayan cumplido  los 14 años y el ayuno, para los mayores de edad hasta que hayan cumplido 59 años. Pero, salvo la del miércoles de Ceniza y el Viernes Santo, puede ser sustituida por una práctica piadosa, según decretó en 1986 la Conferencia Episcopal española.

No quiero meterme en profundidades teológicas, pero las prescripciones cuaresmales no se encuentran entre los mandamientos de la ley de Dios sino a la de los de la Iglesia y son por ello contingentes y adaptables a los cambios de costumbres. Son estos cambios los que han hecho posible que lo que antes era una expresión de penitencia se haya transmutado en una oportunidad para el placer, pues somos muchos los que pensamos que comer pescado no es ningún castigo sino todo lo contrario.

Además, cada prohibición acaba generando un estímulo. El más antiguo recetario gastronómico de España, el “Libro de Cozina”, de Ruperto de Nola, publicado en catalán a finales del siglo XV y traducido en seguida al castellano, dedica su último capítulo al “Tractado para guisar y aparejar las viandas del tiempo cuaresmal”.

 Hace años convocar a una comida de Cuaresma fuera de su tiempo hubiera sido un disparate, algo impensable en una persona tan prudente y juiciosa como Gustavo Gonzalez-Izquierdo. Hoy es una apuesta sobre seguro porque el enunciado del menú es una tentación, que aparte de no tener nada de pecaminosa  --¿cómo puede serlo una reunión de amigos?—resulta irresistiblemente atractivo.

Me temo que de ese menú lo más costoso de digerir va a ser este aperitivo, al que me propongo poner fin de inmediato. Diré solo que les fabes son tan versátiles que casan con cualquier ingrediente y casan bien; con el recio y a la vez delicado pixín, desde luego. Que la calderada de pescado de roca entronca con los más ilustres antecedentes de la cocina creativa asturiana, como es el recetario de Calixto Alvargonzález, a través del cual sabemos que quien creó este singular y sabrosísimo guiso de pescados de roca fue su padre, Anacleto Alvargozález. Y que, en fin, el bacalao es, entre otras muchas cosas, el representante más genuino de la cocina de Cuaresma en los últimos siglos, hasta el punto de que a la vieja de la que hablábamos antes se la representa con un bacalao en salazón en la mano. Y, aunque esa vieja avinagrada esté en trance de convertirse, si no lo ha hecho ya, en una joven minifaldera --¡con siete piernas nada menos!—doy por seguro que nunca soltará el bacalao, entre otras cosas porque lo que en su día fue comida de pobres hoy es un manjar para afortunados, aunque no sean ricos. Como es hoy nuestro caso.

 

 

 

 

 

 

 

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