Demencia lúcida

Esa noche no calenté mi cama. Muy a mi pesar, tuve que dormir en esta ciudad donde no cesa el vaivén de los  vehículos con sus tubos de escape contaminando la  atmósfera. El sol ardiente caía sobre mi cabeza. Sentía cuando se filtraba por las finas hebras de los menguados cabellos. El pellejo de mi cabeza era una especie de sartén caliente.

Con la pierna derecha cruzada sobre la izquierda, me mantuve sentado en un banco de la plaza por más de una hora, leyendo las noticias que traía un periódico de la mañana. Había salido el día anterior de mi ciudad, empujado por los acontecimientos que se veían venir en las filas del Ejército, en busca de una excusa médica para no involucrarme en una guerra avisada. Veinticinco días después de hacer ese viaje a la Capital, inició la conflagración de militares entre sí y civiles.

Desde la acera, frente a donde leía plácidamente, escuchaba un ruido que peleaba por interrumpir mi lectura. Las novedades noticiosas eran tan apremiantes para saciar mi curiosidad, que no vacilé en seguir leyendo. Un sacerdote rodó por el pavimento, envuelto en su sotana negra, en el momento en que trataba de cruzar la calle, apresurado, para luego perderse entre los árboles y kioscos de la plaza.  A la señora que le había comprado un sorbo de café, le vi corriendo por la pendiente de la avenida Monumental, adyacente a la vía principal, donde me encontraba embelesado con el diario.

Las bocinas, el “piloneo” de los pistones de viejos carruajes, el pregonar de los venduteros  y el cabalgar de los caballos tirando de los coches  no me perturbaron, pero otras vocinglerías interrumpieron mi lectura.

--Corran, corran, corran, carajo--  Era la voz del coquero, quien alteró su propia parsimonia para salvarse. Con la prisa, iba soltando monedas y pesos que caían del bolsillo de una casaca de tela mugrienta en la que echaba el dinero de las ventas.

El primer encuentro con la bestia fue una mirada fulgurante suya que chocó con la mía. Aquellos ojos eran solo comparables con los del teniente con quien compartía habitación cuyas pupilas se tornaban embravecidas, como brasas de fogón, luego de una romería.

Los movimientos del felino, calculados y firmes, no me permitían, sin embargo, saber qué animal era. Pensé, en principio, que se trataba de un perro realengo.

Tenía unas patas delanteras peludas que movía indistintamente cual modelo de pasarela, las pezuñas me parecieron gigantes, unos bigotes igual de grandes, un grueso pelaje marrón claro  sobre su lomo y que se extendía hasta su larga cola, que arrastraba al piso.

--Hombre del carajo, corre mal nacido, que se soltó uno de los animales del circo-, se oyó la voz de un hombre de estatura diminuta, desde un balcón, donde apenas alcanzaba a ver por encima de la pared la figura mía,  absorta, sin advertir del peligro que me acechaba.

Cuando aquella bestia inició su carrera hacia el punto donde estaba, caí en cuenta de las facultades perdidas, confirmé que las reprimendas del coronel Gómez Peralta, debido a mis faltas para completar los entrenamientos, tenían fundamentos.

--¡Machado, usted tiene que jubilarse ya!-, fue la voz que retumbó en mis oídos, que se grabó como una letanía sermoneada por el coronel Gómez Peralta, cuando intenté espabilarme sin conseguirlo.

Mis pensamientos, alejados de aquellos recuerdos en la brigada del Ejército, anclaron con la realidad; me di cuenta de que el cuadrúpedo estaba a mitad de calle, en dirección a donde me encontraba. 

Hasta el más inocente de aquella moderna metrópoli, sabía que el Circo Ruso tenía 15 días haciendo veladas todas las noches. Pero yo, campechano inmerso en mi propio mundo, apenas advertía lo que me esperaba.

Del centro de la calle hasta mi asiento, había menos de un minuto a la velocidad de aquella fiera. En ese breve tiempo recordé a mis tres hijos y esposa, y repasé la historia completa de lo que  pretexté para sacar un permiso y así visitar un médico de la familia que me prometió darme una licencia permanente, alegando “demencia”.

No pude obviar el pensamiento sobre la división interna entre los Constitucionalistas, por un lado, y los leales al régimen de facto, por el otro. Todo indicaba que se enfrentarían en una guerra interna de la que no quería ser parte y, sobre la cual, no tenía nada qué ganar, y sí mucho que perder. La primera vez que pasé por enajenado fue cuando recortaba al general de brigada Pedro Pérez Burdier. No tuve otra opción.

En mi simulación demencial, hice que el general prometiera ascenderme de cabo a coronel.  Mientras le afeitaba con una navaja de mango, lo amenacé con decapitarle, de no llevarme a un rango superior.  Apenas solté la navaja, tomé su chaqueta de oficial, colocada en el porta trajes, me la puse; él me apuntó con la pistola en la cabeza, luego ordenó mi encierro por treinta días. Ese mes encerrado, continué teatralizando chifladas escenas.

Las pezuñas de aquella fiera de dos metros, se clavaron en mi pecho. La camisa blanca de lino comprada un día antes, quedó hecha trizas. El ímpetu de aquel animal que hasta ese momento solo había visto en la televisión, me tiró al suelo. Por los surcos que abrió en mi piel, sentí la sangre corriendo mientras un ardor penetraba como si me rasgara el corazón.

Los gritos para que me ayudasen a quitar el animal de encima se perdían con su estruendoso rugido. Luché con determinación para evitar que los  filosos colmillos se clavaran en mi garganta.

--Zeus, Zeus, atrás, atrás; suéltalo Zeus-, ordenó un ruso de unos seis pies tres pulgadas que fue llamado para domar a la fiera.

La movilización de los cuerpos de bomberos, de las unidades tácticas de asaltos, de los policías anti motines, de los  voluntarios de la Defensa Civil y los equipos anfibios de la Marina de Guerra, no hizo retroceder al carnívoro. El trueno de un disparo; el golpeteo de las ventanas cerrándose, luego un silencio. El león cayó y su cara quedó frente a la mía, mientras sus ojos vítreos se apagaban.

Estaba ante mí el titular principal del periódico dando cuenta de la desaparición de uno de los leones del Circo Ruso. La sangre del felino corría sobre el certificado médico, empañando los jeroglíficos del tan esperado dispositivo del galeno.

 

*Director OIP Presidencia República Dominicana



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