Fuimos humanos

Subiendo hacia la gruta de Matromania adyacente al monte  Tiberio en Isla de Capri, cuya roca surgió antes que los dioses hubieran descansado en el Golfo de Nápoles, el hombre misántropo en que nos hemos convertido observa la calina  de Sorrento,  el pueblecito de Positano y, tras unas empinadas revueltas,  Ravello, el refugio de uno de los magnos cónsules de la Sodoma moderna, Gore Vidal – los otros,  Tennesse Williams, André Gide, Jean Genet, Wiliam  Burroughs y John Giorno -,  siendo en estos promontorios en los que Curzio Malaparte  rasgueó sus crónicas de la peste: “Kaputt”, “La piel” y “Madre marchita” que él la había titulado “Madre podrida”.

En el libro  hay hallamos esta expresión: “El ombligo de los hombres de mañana será una mancha verdosa, el punto de conjunción entre la carne viva y la carne muerta del cadáver materno”.

Al final de las  páginas se impone el texto “Sexo y libertad” que las mesnadas de homosexuales en esa época acusaron de tétrica  insolencia. 

He venido andando entre un sendero de limoneros, vides, lentiscos, mirto, robles, mantos de de florecillas y  pinos mediterráneos,  hasta  la Cartuja de San Giacomo con un libro para leer cuando el viento revuelto  comenzara aplacase.

De regreso, y siguiendo los cánones de la antigua Apragopolis, remontamos hacia  Marina Grande teniendo como guardiana  “La Piazzeta” o Plaza de Umberto I en Capri ciudad.

Algunos turistas toman el teleférico construido en 1907 con apenas cinco minutos de duración. Nosotros recomendaríamos ir andando, ya que la subida  amplia el panorama incomparable de la isla.

 “La Piazzeta” es el lugar mundano de Capri. Uno, sentado a la caída de la tarde en una mesa del Gran Caffé Vuotto cuando el cielo se cubre de todos los rojos posibles, ve la vida de la  isola pasar ante nuestros ojos como si de una proyección cinematográfica se tratara.

Ya comenzado el mes de septiembre y la isla de Tiberio sigue siendo un hervidero cosmopolita de gente convertida en un afluente turístico. Si existen proletarios aquí serían  sus nativos permanentes y mi persona.  Uno  va con lo justo para ver, caminar y beber un refresco puro de  limón.

El dietario   es corto y no da tiempo para mucho.  Uno exhortaría a quien visita la isla con la pasión del curioso observador, la visita  a los jardines de Augusto a poca distancia  de la Cartuja de San Giacomo; el camino – obligado – de la vía Krupp, una potentosa escalera  escarbada en la roca; la vía de Tragara al atardecer cuando la luz es más sugestiva; los farallones, esplendorosos, teniendo a lo lejos las costas  sorrentinas; la “Cueva Azul”, los baños de Tiberio  y,  –  el cronista escribe para sí mismo – la vivienda de Curzio Malaparte de cuyo nombre es “Casa Come Me” (Casa como uno).  En ella Curzio pasó largas  temporadas enardecidas  acompañado de fieles perros con los que dialogaba a voces.

La morada, definida como “triste, rígida y severa”, se alza, como un barco a punto de salir del caladero al encuentro del mar en Punta Massullo, y es de una indescriptible crudeza  semejante a la escritura del toscano.

De regreso, y si el visitante se halla animado, subida a  Villa San Miguel hogar de  Axel Munthe y en la que el autor sueco, médico, filántropo, pasó buena parte de su vida y allí surgió  “Historia de San Michele”. Hay en una de las galerías la escultura un Hermes que descansa,  y él, un dios Olimpo, personifica  el símbolo mundano de la isla: el perenne viaje hacia  la propia substancia de cada uno mismo.

Sófocles – el padre de la tragedia – encorvados entre sus huesos y  rozando la muerte al trasluz opaca de su mirada, borroneó plenamente lúcido:

“Los largos días acumulan mucho, / más cercano al pesar que el gozo. /…La muerte por fin, la libertadora. / No haber nacido es lo mejor. / Luego, cuando se ha visto la luz, / es volver pronto al lugar en que se vino. / Cuando ha pasado la juventud y sus veleidades, / ¿qué dolores no sentimos, qué pesares no conocemos?”.

Esas palabras  nos dicen que  el Sófocles de  “Antígona” y “Edipo rey”,  supo rasgar en carnada abierta las pasiones del alma humana.

De regreso a  Nápoles,  la estela del barco anunciaba  una efervescencia que conocíamos bien  y ha dejado ya de ser ya en nosotros una  pesadumbre: fuimos jóvenes,  y en esa época lejana  bebimos hasta la extenuación vino de Creta en  cráteras de barro, gozamos infinidad de días y noches  tras los visillos en  una habitación de Esmirna cuyas sábanas   olían a canela y los besos eran  licor de cerezas macerado con la fogosidad gozosa de la tierna  amada. 

Nunca más volvimos a ser tan intensamente humanos.



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