Barómetro

Los barómetros son instrumentos que sirven para medir la presión atmosférica. Los del Centro de Investigaciones Sociológicas (CIS) miden el estado de la opinión pública española del momento.

            Con ocasión de la publicación del último sondeo de este organismo, una buena amiga, lectora de EL COMERCIO, me invita a reflexionar sobre si no resultaría justo y oportuno dedicar unos comentarios al ascenso en la intención de voto de Pedro Sánchez que, a su juicio, ha pasado de ser el candidato de la militancia al candidato de gran parte de la ciudadanía. Obvio es decir que mi interlocutora es militante socialista y votante del actual Secretario General.

            Lo primero que debemos tener en cuenta es que un sondeo es una fotografía de las tendencias del cuerpo electoral en un momento determinado que no describe más que el presente -del que no se puede predecir el futuro- y que responde a las circunstancias políticas imperantes.

            Esperar que un sondeo electoral represente una predicción de opciones es como pretender acertar el caballo ganador a partir de los entrenamientos.

            Es cierto que la Ley Orgánica del Régimen Electoral General prohíbe falsificaciones, ocultaciones o modificaciones deliberadas de los datos e informaciones que contengan las encuestas, pero que en este caso concreto el mejor valorado sea Joan Baldoví, el segundo Xavier Domènech y el tercero Alberto Garzón, los dos primeros conocidos en su casa a la hora de dormir y el tercero por mercadear con Izquierda Unida, traicionando la ilusión de los militantes de tan histórico y emblemático partido, le resta toda credibilidad, o al menos la tiñe de la sospecha de que estaba excesivamente focalizada, casi diría que circunscrita a ámbitos sociales en los que existe una preeminencia de sectores de tendencia podemista.

            Por otra parte, los sondeos del CIS habitualmente se proyectan sobre un universo cuantitativamente muy pequeño –unas 2.000 personas- y unos ámbitos geográficos muy reducidos –unos 250 municipios-.

            Sánchez fue elegido por la militancia en un proceso democrático, qué duda cabe, pero como afirmaba Winston Churchill: «El primer argumento contra la democracia es cinco minutos de conversación con el votante medio». A mí, en particular -que creo tener buen ojo para los políticos- no me inspira confianza. Ninguna. Es más, creo que si llega a alcanzar responsabilidades de gobierno nos meterá en muchos líos.

            No encuentro, por tanto, argumento alguno para predicar de Sánchez ningún elogio como potencial gobernante a no ser su dominio del inglés. Pero se puede sobrevivir sin hablar el idioma de Shakespeare; que se lo pregunten a Felipe, a Aznar, a Zapatero o a Rajoy.

            No me gusta su vanidad, su ambición desmedida, su falta de personalidad, su proyecto político evanescente, frágil y peligroso; es alocado, insensato, imprudente, acomodaticio. No es lo suficientemente específico para ser creíble ni lo suficientemente universal para ser relevante. Parafraseando al político inglés: «Tiene todas las virtudes que no me gustan y ninguno de los vicios que admiro».

            No es este un juicio que venga conformado por prejuicios previos ni por preferencias políticas definidas. He elogiado a Javier Fernández por su mesura, por su buen juicio. También rendí homenaje a Ignacio Prendes. Mi voto no está cautivo, lo ejerzo tras analizar detenidamente los programas de cada partido y pensando en el interés público.

            Es precisamente esa libertad de juicio y de análisis la que me lleva a ver en Pedro Sánchez el peligro, consecuencia, entre otras muchas razones, de abrir disputas constitucionales a la carta sin rumbo, que ponen en peligro nuestro futuro y nuestra convivencia.

            Para mí, el Sánchez político merece una calificación de suspenso bajo y eso –para no disgustarte en exceso, estimada amiga- «emponderándulu».

 

 



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