Del vivir y sus formas

Con alguna frecuencia hemos pensado que la inmolación  personal es un sentimiento aciago del espíritu. Miguel de Unamuno - cristiano terco y heterodoxo- nunca lo hubiera aprobado, a razón de mantener invulnerable la lucha de Don Quijote, es decir, la locura misma, aún dentro de sus amplias contradicciones. 

El más admirado filosofo ético griego, Platón, transcribiendo un encuentro entre Calicles y Sócrates, puso en boca de este último una frase de Eurípides que hizo pensar a la humanidad desde hace épocas y sigue ahora más vigente: “¿Quién sabe  si la vida no es para nosotros una muerte y la muerte una vida?”.

De “Memorias de Adriano” - antes “Meditaciones” de Marco Aurelio, y al presente, cercano a la enjundia desolada de la existencia, releyendo “Memorias de ultratumba”, el último arrebato honorable antes de ingresar en la fosa, de Francois René de Chateaubriand - sustraigo el recuerdo caliginoso (a cuenta del  doblamiento del propio tiempo) de Marguerite Yourcenar, para entender un texto cuya razón es tejer un itinerario puntual, como las nubes o las sombras (sicut nubes... quasi nave...), es decir, la mortaja de la que siempre solemos estar revestidos cara a la expiración, esperada o no. 

La primera frase de la autora de “Cuadernos del Norte”, ubicada en la conciencia del emperador hispano Adriano, años antes de saber si terminaría el libro, es una expresión desangelada garrapateada en un cuaderno escolar de rayas en 1934.

El andaluz de Bética está solo y mira los astros. Recuerda a Catón el Viejo, el hombre de la guerra de Cartago y cuya sabiduría le hizo comprender los designios necrománticos de los arcanos del nirvana y saber que nadie es un destino, sino un fin perecedero

“Empiezo a percibir el perfil de la muerte”, expresa con honda y consciente evocación.

La Parca no es un mal  pavoroso por el mero hecho de serlo  - en Antioquia conocerá a Antínoo, su imberbe amante, y sabrá que la pasión es el olvido del yo - sino la conclusión de profusos tormentos. Aquí Yourcenar, igual a Ludwig Andreas Feuerbach, comprendió que el mundo se construye de espacio y tiempo, pero Adriano llegó a más: supo, cuando salió de consultar a su médico Hermógenes, que uno solamente se desvanece de su propia muerte o lo que ella signifique ante la equivalente vida, también   de querencias y fogosidades desanudadas.

Muchos años después – siglos -  Martin Heidegger, el sublime  pensador adherido al Nacional Socialismo de Hitler, anunciando el fin de la filosofía y el humanismo con el galimatías de que “todo ser es el ser. Y el ser es el ser”, nos dejó abandonados a otros miedos para estrellarnos sin remedio con esa abatida trayectoria humana: el Holocausto.

Con este hecho,  toda la humanidad murió un poco.

A la entrada de un pequeño cementerio marino colgaba una tablilla con estas palabras: “Si deseas saber  de la vida, pregúntate a ti mismo lo que es la muerte”.

Se deslizaron los años, muchos, y aún perdura en nosotros esa cita gemebunda.

Pienso ahora - su sentido viene de lejos - que si un hombre leyera a lo largo de su existencia solamente la tragedia de Hamlet, hallaría lo necesario sobre el ser humano, y si a la lectura añadiera el prólogo de Víctor Hugo dedicado al teatro completo del bardo inglés, conocería en profundidad al genio de Stratford.

Lo vociferó con claridad el autor de “Nuestra Señora de París” en una noche de lluvia inclemente y niebla: “¡Hamlet! Espantoso ser en lo incompleto. Serlo todo y no ser nada. Es príncipe y demagogo, sagaz y extravagante, profundo y frívolo, hombre y neutro (.....) juega con cráneos humanos en un cementerio, aterra a su madre, venga a su padre, y termina con un gigantesco signo de interrogación el temeroso drama de la vida y de la muerte”.

Vamos de la luz a la sombra en un soplo, y en medio de esa micra de segundo, se desnudan, sobre un acto sacramental pagano, cada una de las más bajas connotaciones humanas, el perpetuo odio y la bestia salvaje nacida en lo más insondable de nuestras entrañas.

Hamlet - otra vez Víctor Hugo - existe, siendo extraordinariamente terrible, espantoso y al mismo tiempo irónico.

Del autor se puede decir lo indecible. En sus  tragedias hay un mundo completo con sus  angustias, dudas, dudas y pasiones.

En un prefacio de Samuel Johnson encabezando una edición de las obras teatrales del prolífico escritor, se retrata al bardo inglés:

“Sus dramas son el espejo de la vida; que aquel cuya mente ha quedado enmarañada siguiendo a los fantasmas alzados ante él por otros escritores pueda curarse de sus éxtasis delirantes leyendo sentimientos humanos en lenguaje humano, mediante escenas que permitirían a un ermitaño hacerse una opinión de los asuntos del mundo y a un confesor predecir el curso de las pasiones”.

Estamos construidos de los vaivenes del viento de la vida, e igualmente de un hálito divino que nos enaltece.




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