Vacatio legis, vacatio BOE

La expresión «vacatio legis» es de origen latino y literalmente significa «vacación de la ley». En términos jurídicos, es el periodo que transcurre desde la publicación de una ley hasta su entrada en vigor.

Suele afirmarse que quien gana las elecciones gana el botín en que consisten la Administración y su sector público. El control de estos ámbitos faculta para designar altos cargos y personal eventual entre familiares, militantes y amigos. Pero también gana el BOE, que es el mayor instrumento de poder del que dispone el Gobierno para materializar a través de las leyes su programa político.

Ciertamente, como decía Cicerón, «para ser libres hay que ser esclavos de la ley», aserto al que se oponía Jeremy Bentham afirmando que «cada ley es una infracción a la libertad». Mas es indudable que las leyes son necesarias para disciplinar la actividad de la sociedad, aunque, como también defendía Montesquieu, «las leyes inútiles debilitan las necesarias». Y de leyes inútiles está el BOE lleno.

A buen seguro, este período de incertidumbre política, con un gobierno en funciones y, por tanto, con capacidad limitada –fundamentalmente en cuanto a la iniciativa legislativa-, no es bueno ni para la economía ni para la inversión, pero sí lo es para el ordenamiento jurídico en general y para los operadores jurídicos y para los ciudadanos en particular.

Entre los que quieren y no pueden y los que pueden y no quieren, el BOE está de vacaciones y, contrariamente a lo que les suele ocurrir en este período a los ciudadanos, ha adelgazado considerablemente; entre otras cosas, está huérfano de leyes, lo cual es de agradecer.

La sociedad actual es víctima de un ritmo frenético en la creación del derecho, hasta el punto de que se ha dicho que vivimos en una época de legislación motorizada.

En España, el fenómeno se ha visto acentuado a lo largo de los últimos treinta y cinco años como consecuencia de la implantación del Estado de las autonomías, con el consiguiente reconocimiento a las comunidades autónomas de potestad legislativa.

Equivocadamente, a mi juicio, uno de los índices que desde el punto de vista político se utilizan para medir la eficacia y el trabajo, tanto de las Cortes Generales como de los parlamentos autonómicos, es el número de leyes que se aprueban. A un mayor número se asocia un mayor trabajo y una mejor gestión.

Pero no se repara en que en ocasiones se legisla por legislar. Vivimos un fenómeno de hiperlexis. Cada día es más frecuente enfrentarse al problema de no saber cuál es la ley aplicable.

La certeza y la seguridad jurídica, piedras angulares de nuestro sistema, están seriamente dañadas en su línea de flotación, lo que, además, viene a dar la razón a Descartes cuando afirmaba que «la multitud de leyes presta excusas a los vicios».

Como decía León Tolstoi, «es más fácil hacer leyes que gobernar», argumento reforzado por Napoleón cuando manifestaba: «hay tantas leyes que nadie está seguro de no ser colgado».

Para destruir las malas prácticas, nada mejor que el ejemplo individual de la clase política, porque las leyes que descansan en la desconfianza de los ciudadanos y no en su virtud –que son casi todas- son poco operativas, reflexión que, de alguna manera, hace suya Anacarsis al aseverar que «las leyes son como las telarañas: los insectos pequeños quedan prendidos en ellas; los grandes, las rompen».

 



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