Escarcha de azúcar

 

Salimos al despuntar el alba mediterránea en las cercanas orillas de Malvarrosa y los juncales de El Saler, a una hora temprana en que el mar se hallaba   macerado de un color plateado.

 

Teníamos una cita pautada hace muchos otoños con el trovador de palabras bruñidas  Miguel Hernández. Lo habíamos leído a salto de mata en nuestra juventud encabritada al tener aún entonces la certeza de que sus estrofas eran ecos de los crecidos poetas, esos que nos  empaparon las carnes de pujanza transmontana.

 

Y Miguel, el cabrero, analfabeta  incipiente, hizo una  poesía terrosa, cruda, brutal, con palabras arrancadas  al ulular de viento en los peñascos, amasando y convirtiendo en  llameantes bramidos los quejidos de  sus propias  entrañas.

 

 Ansiaba ver su  vivienda, comprender como un campesino que apenas aprendió las primeras letras y poco más, nos pudo transferir  parte de la mejor  poesía española del siglo XX.

 

En la casa, de teja árabe a tres aguas, puertas y ventanas en ocre oscuro y paredes claras, de una sola planta unida al cobertizo de las cabras y los  aparejos usados en el campo, vivió el poeta oriolano con sus padres y hermanos, hasta que en un segundo intento de ir a Madrid a dar a conocer sus primeros versos barrocos de tendencia garcilasiana, más un corto regreso para unirse con Josefina Manresa, su novia, no  retornaría nunca más.

 

Habiendo tomado parte activa en la Guerra Civil leyendo sus poemas en las trincheras, acabada la contienda es detenido y condenado  a muerte, sentencia que es conmutada por treinta años de cárcel. Imposible de cumplir: una tuberculosis acabó con su vida en 1942. Tenía 32 años ya rotos, desencajados, quejumbrosos hasta el tuétano. 

 

 En cortas líneas poco o nada se puede  decir del autor  de  “Las nanas de la cebolla”, y aún así, su recuerdo será perennemente una afectiva admiración.

 

 Las nanas nacieron en una celda depresiva tras unas letras conmovedoras a su esposa y su único hijo: “Estos días me los he pasado cavilando sobre tu situación. El olor de la cebolla que comes me llega hasta aquí y mi niño se sentirá indignado  de mamar y sacar zumo de cebolla en lugar de leche. Para que le consueles te mando estas coplillas que le he hecho”.

 

¿Quién no recuerda en instantes de dolientes murmullos esas estrofas de la mejor lírica posible?:

 

“En la cuna del hambre / mi niño estaba. / Con sangre de cebolla / se amamantaba. / Pero tu sangre, / escarchaba de azúcar, / cebolla y hambre”.

 

 Juan Ramón Jiménez leyó “Perito en lunas”, los primeros versos  neogongorinos del juglar. De ellos diría en lírico de Moguer: “Que no se pierda… esta voz, este acento, este aliento joven de España”.

 

Y el inmenso Pablo Neruda, que conoció a Miguel siendo terrón duro, fue profético: “Pocos poetas tan generosos y luminosos como el muchachón de Orihuela, cuya estatua se levantará algún día entre los azahares de su dormida tierra”.

 

Ahora, con la brisa de la sembradura y los almendros sin flor, siento una sensitiva evocación cubriendo las páginas que llevo en mis manos. No me duele al leerlas el aliente adolorido. O  tal vez sí.

 



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