Praga nos supo a libertad

Sucedió en pleno verano  ante el remolino de una  brisa de libertad salida de la Ciudad Vieja, mientras  las aguas del río  Moldava llamaban  a esas semanas de febril esperanza y alucinaciones,   “la primavera de Praga”.

 

En la ciudad del Golem y el rabino Loew,  se levantó una ventolera que en aquellos días estremeció los cimientos podridos del Kremlin pidiendo  lo imposible: liberación.  

 

En París, unas semanas antes, en mayo, los estudiantes llenaron sus distritos  con grafitis  perennes: “Prohibido prohibir. La libertad se rompe con una prohibición”; “Sean realistas: pidan lo imposible”; “Un pensamiento estancado es un pensamiento que se pudre”.

 

¡Ay! lejana primavera de los líricos sueños de Praga...

 

Hubo sangre a granel, manantiales de ella, y es ahora, cuatro décadas y siete años más tarde,  cuando estos arreboles vienen con el recuerdo de la invasión soviética de Checoslovaquia  – años después República Checa y República de Eslovaquia tras la separación -,  el 20 de agosto de 1968. Época inconmensurable  de humanismo en los cafés de Viena que comenzó con un brebaje turco y los periódicos gratis en la mesa, las grandes discusiones, la filosofía y su libertad   en cada palabra de los tertulianos

 

Fueron 750.000 soldados rusos, 6.000 tanques y 700 aviones contra un sueño de liberación, en el que  los comunistas  vieron una actitud revisionista del pueblo checo para zafarse de los ásperos brazos de hierro de Moscú.  

 

 Han trascurrido 47 años y sus afanes  no se vieron recompensados hasta la caía del Muro de Berlín.

 

Estos días agosteños demasiado calurosos hemos estado en la histórica Plaza de   Wenceslao en la que corrió estirpe de muerte  y se rompieron en pedazos los quimeras de una raza milenaria y aún así, no pudieron los fusiles y cañones extinguir los afanes de todo un pueblo levantado en las llanuras inmensas - mitad del año heladas -  del centro de Europa.

 

En ocasiones la primavera, además de su  verde perenne, los cardos en flor, el púrpura de las buganvillas, sus altos robles, arces y castaños,  también tiene aires de ilusión perpetua. Es entonces cuando estalla el deseo del libre albedrío, y todo él  se envuelve lozanía, risas, enredaderas húmedas soltando cataratas de agua, haciendo que hasta  la esencia primogénita de los incrédulos de la libertad misma se doblegue a su potestad.

 

Esta onda expansiva la hemos visto esta misma  semana que finaliza en la  fiesta cívica de una Praga  laica  que celebraba aquel movimiento telúrico de emancipación, aplastado en horas, es verdad, y aún así, enraizado desde aquel agridulce día,  en la saliva de cada hombre o mujer del pueblo praguense.

 

Estas líneas escritas al voleo del corto viaje – antes hicimos posada en Budapest y Viena -  la entienden bien los ciudadanos checos quienes con el inicio del tiempo caluroso  festejan,  junto con la hierba en las plazas, el violeta de las lilas, el blanco de las azucenas, e incluso con la luz brillante y diáfana del amanecer, su ¡“Primavera de Praga”!; cinco meses de gloriosos aires de libertad absoluta frente al régimen comunista.

 

Toda esa entrelazada “osadía” sorprendente, extraordinaria, única en aquella época de oscurantismo soviético, la sufragaron con dolor macerado cuando se cortó en seco la orgía sublime y maravillosa  de la libertad,  el 20 de agosto de 1968.

 

Durante ese mefítico día invadieron  el país eslavo  las tropas soviéticas del Pacto de Varsovia,  y una  marabunta maligna  embistió contra todos aquellos que buscaban con fe insondable la construcción de una vida más justa, envuelta en la atmósfera del sueño alucinante de las sempiternas palabras, miles de veces repetidas en Praga y sus pueblos milenarios: “Pidamos lo imposible” y, en añadidura,  una frase de Friedrich Hegel: “La libertad es la conciencia de la necesidad”.  

 

Faltarían unos versos del poeta Hölderlin,  y al no tenerlos ahora  ante su mirada  el escribidor de estas líneas sabatinas, hurta agradecido los de Apollinaire, que con tanta pasión amó la  urbe gris de  Franz Kafka, el que hizo decir a Johannes Urzidil,  que “Kafka era Praga, y que Praga era Kafka”.

 

Dijo el francés: “Estás en el jardín  de un hotel de los alrededores de Praga. / Estás  feliz y sobre la mesa hay una rosa. / Observas, en lugar de escribir, tu cuento en prosa, / la cetonia que duerme en el corazón de la rosa. /  Lleno de espanto te ves dibujado en las ágatas de San Vito”.

 

Los versos trascurren en las callecitas del barrio judío, mientras subiendo hacia Haradchin se oyen en las tabernas canciones.

 

Nos despedimos de Praga. Las olas del río Moldava son nuestra vivencia. Es la pasión que guía  cada acto en esta Europa pretérita, adueñándose del pensamiento del cotidiano caminar, mientras rumiamos exilios, recuerdos, ausencias y olvidos.

 

Recordando ahora  la dolorosa congoja  del pueblo venezolano – tierra de gracia en la que compartimos media vida - vilmente pisoteado hoy a manos de los rescoldos del totalitario  chavismo,  Praga nos supo a libertad.



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