El ajo y “un político, un sueldo”

El ajo, como la morcilla, también se repite y, como ambos, el debate sobre si los políticos deben cobrar solo un sueldo se convierte al inicio de cada legislatura en una de las medidas moralizantes y de mayor significación ética de la vida pública.

Ahora bien, la aplicación de este principio plantea algún problema práctico: qué es un político y de qué sueldo estamos hablando.

Tanto nos atengamos al sentido académico como al vulgar, político es tanto el que gobierna como el que aspira a gobernar. Engloba, por tanto, a quienes ostentan cargos públicos, ya sea por designación, ya sea por elección, y a los cargos de confianza de ambos. Debemos, por tanto, entender incluidos al Gobierno y a la oposición.

 ¿Y a los partidos políticos en cuanto monopolizan los mecanismos a través de los cuales se articulan las candidaturas para acceder a los cargos públicos?

Los partidos políticos expresan el pluralismo democrático, concurren a la formación y manifestación de la voluntad popular y son instrumentos fundamentales para la participación política del ciudadano al reducir la complejidad de una sociedad cada vez más heterogénea. Kelsen afirmaba que “solo por ofuscación o dolo se puede concebir una democracia sin partidos”.

Son, por tanto, de una necesidad incuestionable, pero, aunque asociaciones privadas, los partidos políticos están financiados fundamentalmente con fondos públicos y por más que las asignaciones que reciban de los grupos parlamentarios, aunque públicas, se metamorfoseen en privadas, su origen es el que es y a él habría que atenerse.

Por tanto, si el principio “un político, un sueldo” no incluye a los partidos políticos, será un brindis al sol y estará vacío de contenido.

Cierto también que el uso que los partidos políticos hagan de sus fondos es cuestión que corresponde fiscalizar al Tribunal de Cuentas, aunque es de sobra conocida su composición, el carácter de sus dictámenes y la ausencia de capacidad de sanción directa y ejecutiva.

Pero también lo es que los partidos políticos son la asignatura pendiente del Estado de derecho y, en palabras de Fernando Jiménez, alimentan “una bomba de relojería en cuanto a la legitimidad del sistema democrático”. Sería deseable que se sometiera el sueldo de sus gestores a las reglas del sistema para contribuir a minorar los efectos de la explosión, aunque en algunos casos ya se ha producido con efectos devastadores.

Los directivos del sector público también deben estar incluidos. Su contratación como personal de alta dirección, normalmente al margen de los principios de mérito y capacidad obligados en toda Administración, ya sea general o instrumental, trata de motivarse en su alta cualificación técnica, y con base en ello se les asignan salarios notablemente superiores a los habituales. Sin olvidar aquella idea patrocinada por Ramón Prieto Bances, “El lugar de los genios debe ser la Universidad”, tampoco se debe olvidar que la legislación de incompatibilidades incluye en su ámbito de aplicación al personal de fundaciones, consorcios y empresas dotados o nutridos en más del 50 por ciento con subvenciones, ingresos o participación de capital de las administraciones públicas.

¿Qué debe entenderse por sueldo?

En el ámbito político debe tener la consideración de sueldo toda asignación dineraria o en especie, de cualquier índole, cuantía o naturaleza y sea cual fuere su denominación u origen que perciba el político por el ejercicio de su cargo. Delimitado así el concepto de la asignación pública, su percepción debiera ser incompatible con cualquier otra de las mismas características. Se elimina de este modo el recurso a la dieta como medio para enmascarar auténticas retribuciones públicas.

Como afirmaba Alfred Croiset, “El enemigo más temible de la democracia es la demagogia”.

 

 



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