Les doy lo que quieren, y al poco tiempo ya no lo quieren

Se llama Lisa, debe tener alrededor de veinte años, posee un buen físico y no es fea. Adornan su cara media docena de piersings y se pinta los labios de un modo que exagera su volumen. Anda por la calle, como diría mi abuelo Silvino “pidiendo guerra”. O sea contoneando provocadoramente sus caderas, el tronco un poco echado hacia atrás, los brazos graciosamente pegados a los lados y el bolso multicolor siempre colgado de su hombro izquierdo.

       Me saluda siempre que coincidimos entrando o saliendo del inmueble en el que vivimos ambos, y el saludo suele acompañarlo de una sonrisa encantadora. Le caigo bien y también ella me cae bien a mí.

       Unas semanas atrás mientras esperaba descendiera el ascensor vino ella de la calle y se quedó a mi lado. Reparé en que estaba llorando y me interesé:

       —¿Puedo hacer algo por ti, nena? —solícito.

       Soltó un hondo sollozo y declaró:

       —No entiendo a los hombres. Eres buena con ellos, les das lo que quieren y, al poco tiempo se cansan y ya no lo quieren.

       Y estrujó sus manos al decirlo, en un gesto que podía interpretarse como estrangulamiento.

        —Por eso las mujeres de antes no les daban a los hombres lo que ellos quieren, y conseguían de ese modo lo que querían ellas.

        Dejó de verter lágrimas, se me quedó mirando con sorpresa y me hizo una de esas preguntas que uno desea no tener que contestar:

        —¿Entonces usted cree que si me hago la estrecha conseguiré que mis relaciones con los hombres sean más duraderas?

        —Verás, yo conozco poco cómo funcionan los seres humanos. Prueba de ello es que no paran de sorprenderme. Pero considero que cuando una cosa no te va bien de un modo, podría ser que sí te fuera bien de otro. ¿Entiendes lo que quiero decir?

        Mi vecina Lisa, a partir de esta charla conmigo empezó a vestir con elegante discreción, se quitó todos los piercings y el voluptuoso movimiento de caderas. Y se ha echado un novio que tiene pinta de ser uno de esos mártires religiosos que guardan su virginidad para la noche de bodas.

       Anteayer me la encontré saliendo del ascensor, nos saludamos, le pregunté cómo le iba la vida y me respondió:

       —Bueno, antes me divertía más y los novios me duraban menos. Ahora tengo un novio muy serio que quiere lo mismo que yo: una relación duradera. Y creo que podemos ser felices. Buenos días.

       La seguí con la vista y no pude por menos que exponer una sonrisa nostálgica. Se movía como una dama decimonónica. Agité la cabeza descontento, reconociendo que me gustaba más la Lisa de antes de haber cometido yo el error de darle un consejo.



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