Trancar portones

“Abrir puertas y ventanas las que vivís en el pueblo, el segador pide rosas para adornar su sombrero”. Era una copla aprendida la primera vez que fui emigrante. Después lo seguí siendo siempre.

 

Saliendo de la cornisa del Cantábrico cruzamos la frontera de Francia con una  pequeña compañía de teatro ambulante y representamos en un pueblecito de Burdeos,  a orillas del Garona, “La casa de Bernarda Alba”, de García Lorca.

 

Contemplé el primer beso de una pareja enamorada en plena calle; comida en las estanterías de los abastos y ante todo una desenvoltura tan natural en la gente como si  jamás hubieran conocido el hambre, la represión y la presencia omnipresente  de la policía.

 

  Y esa canción del coro de los hombres pidiendo tras las gruesas paredes de la casona donde Bernarda cuida la virginidad de sus hijas, con cerrojo, pidiendo abrir puertas y ventanas, fue la viva sensación de que las fronteras deberían ser como el mar / océano: inmensas, abiertas, contrapuerta sin tranca para no impedir  a las olas y al viento cruzarla.

 

 Era una quimera y lo supe pronto. Desde el día en que dejé la tierra del camueso, el hórreo, el pequeño riachuelo de Ceares y los campos de la arquería, sería ya  peregrino siempre. Y si regresara, sucedería lo mismo: uno ya no es de esta orilla ni de aquella otra, se ha quedado varado en medio del mojón sobre la raya fronteriza.

 

 Cada día es más difícil emigrar a  otras partes del mundo. Las naciones van levantando inmensos murallones burocráticos que  rozan éter. Los antaño paraísos han bloqueado sus refugios. Francia ha dejado de ser lo que era: cuna del perseguido y Alemania, generosa, como los países nórdicos, han dado la espalda a los hambrientos de libertad. Solamente quieren mentes técnicas. No soñadores.

 

 La globalización contempla en demasía el intercambio de bienes  y servicios, no del ser humano. La mano de obra en las regiones paupérrimas debe quedarse allí, estancada, hendida. Clavada sobre  los rieles y las fábricas herrumbrosas, rumiando pesadillas y deshojando desesperanzas deslustradas.

 

Kavafi, el poeta de la Alejandría egipcia, lo dejó dicho taxativamente  antes de ir en pos de la  Ítaca contra toda tempestad: “Se  debe morir por alcanzar una costa”.

 

Y en eso estamos: remando sin remar hacia ninguna parte.  Las fronteras siempre se alejan, se hace bruma, aliento transparente, frío, gemido,  miedo, quimera. Adormecido sueño.



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