Viaje libertario

En nuestro ir y venir entre los vericuetos de la vida, estuvimos en París en  diversas ocasiones. Cuando apenas contaba veinte abriles, viví allí una corta temporada en una hermosa casa con un patio interior del Barrio Latino. Desde ella, todos los días acudía andando hasta muy cerca de la Bastilla a visitar a un viejo exiliado español.

 

Aquel hombre libertario hasta el tuétano, anarquista de convicción, tenía dos cualidades humanas nobles: era generoso hasta el sacrificio y florecía en él una vocación innata por implantar  en los demás sus ideas.  Con nosotros no llegó lejos, pero lo poco  que aún sabemos de literatura francesa salió de sus enseñanzas. Nos explicó la vida parisina de César Vallejo, y de sus labios  escuchamos parte de la obra literaria del autor de “Los heraldos negros”.

 

En “Piedra negra sobre piedra blanca”, se encuentra el epitafio que el poeta peruano  entrelazó en la ciudad de sus angustias:

 

“Me moriré en París con aguacero,

 

 un día del cual tengo ya el recuerdo.

 

 Me moriré en París, tal vez un jueves,

 

 como es hoy, de otoño”.

 

 Todo aquél que  acuda a la capital de Francia, aunque sea una sola vez, no la olvida nunca. Podrán existir otras ciudades, aún así  nada comparable en lo espiritual y lo afectivo a esa urbe donde cada pintor encontró su propia luz. Nerval  dijo:

 

“No hay nada tan bello como la Gran Colina cuando el sol ilumina su tierra de rojo con vetas de yeso (...) surcada por barrancos y senderos”.

 

Todo corazón sensible, libre y generoso, ama a París. Es más, la ciudad se hace querer como ninguna otra. Ahora, en los primeros días de diciembre,  iremos al reencuentro de esa esencia esquiva. Quizás nos suceda lo mismo que a Miguel de Unamuno. Regresó treinta años después, y aunque todo estaba igual, nada era lo mismo.

 

 En esta ocasión  vuelve con nosotros el libro, “El peatón de París”, de León-Paul Fargue, ahora roto y amarillo, compañero de correrías  tres décadas atrás. Hace años que no abro sus páginas, en algunas hay anotaciones escritas, frases, lugares o simples notas sobre la ciudad.

 

 Seguramente para algunos o tal vez ya para nosotros, París, la que nos agrada y nos llena, esté en nuestro recuerdo. No lo sabemos. A los veinte años, uno se asombra de todo; a los sesenta pasados, la curiosidad se hace sedentaria y se aprecia más el cimbrear de un cuerpo de muchacha joven que un cuadro de Monet.

 

 No siempre los recuerdos nos acompañan, algunas veces se hacen remolones. París debe verse tras los cristales empañados de unas vivencias adormecidas sobre un pliegue del alma.

 

 Será esa la única forma de ir al encuentro del  tiempo disipado bajo la egida del invierno con niebla  y gorriones en los aleros.



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