Declaración de econoNuestra sobre la reforma laboral

Al terminar el año 2011, España tenía 5,3 millones de parados, el equivalente al 23% de su población activa, y todas las previsiones para 2012 señalan que estas cifras seguirán empeorando, como consecuencia de una nueva caída en la actividad económica. Ante semejante deriva, la creación de empleo de calidad, a corto y a medio plazo, debe ser el objetivo irrenunciable de la política económica, que exige una rotunda movilización de todos los esfuerzos en esa dirección.

En este escenario, adverso y crítico, el gobierno ha impulsado una nueva reforma laboral, insistiendo en un camino fracasado que se ha transitado ya otras veces con los mismos resultados: retrocesos sociales y aumento de la precariedad laboral, sin que ello evitara la destrucción de empleo en las crisis económicas, e incluso haciéndolo más vulnerable a los cambios de ciclo. El último ejemplo es, precisamente, la reforma que el gobierno anterior aprobó en 2010, que no ha tenido ningún efecto positivo en la creación de empleo ni en la reducción de la temporalidad. ¿Por qué otra vuelta de tuerca más?

La reforma laboral que se ha aprobado pone de manifiesto tanto una fuerte carga ideológica y una clara intención de incrementar el poder unilateral de los empresarios, vaciando de contenido los principios clásicos del derecho laboral, como un diagnóstico equivocado sobre las causas del paro y sus posibles soluciones.

 

 

Las medidas aprobadas suponen un claro deterioro de derechos esenciales de los trabajadores: el de la causalidad del despido y su indemnización, el de la negociación colectiva y la fuerza vinculante de los convenios, el de tutela judicial efectiva o el de mantenimiento de las condiciones laborales pactadas. Y en cierta medida afectan también a la prestación por desempleo, que ahora podrá condicionarse a la realización de determinadas tareas “en beneficio de la comunidad”, desdibujando su carácter de “derecho de ciudadanía”.

No debemos resignarnos a perder sin más derechos que tanto ha costado conquistar. Primero, porque la razón de ser del derecho laboral es precisamente la relación desigual que existe entre el asalariado y el empleador, la asimetría intrínseca entre trabajadores y empresas que caracteriza el contrato individual de trabajo. Segundo, porque estos derechos, recogidos en la Constitución, forman parte en sí mismos de la democracia, que no puede quedarse a la puerta de las empresas. Esta pérdida de derechos, por tanto, viene a sumarse a la pérdida de calidad de nuestro sistema democrático que está produciéndose ya en otros ámbitos, y de manera esencial en la pérdida de soberanía de la política económica frente a los mercados e instituciones no responsables ante los ciudadanos. Tercero, porque, introducido bajo la coartada de la excepcionalidad de la crisis y la lucha contra el paro, este cambio en las relaciones laborales tiene en realidad vocación de permanencia. Y cuarto, porque es radicalmente falso que la causa de la crisis tenga un origen laboral o que el desempleo de algunos trabajadores se origine en los derechos laborales de otros.

Efectivamente, la reforma laboral se pretende justificar bajo la premisa –errónea- de que la fuerte elevación del desempleo registrada en España durante la crisis demuestra el mal comportamiento del mercado de trabajo, cuya rigidez impide los ajustes necesarios para volver a crear empleo. Pero el origen de la crisis y del desempleo actual se encuentra más bien en las debilidades de un patrón de crecimiento insostenible y en las políticas de recortes que se están aplicando.

 

En la anterior fase expansiva España era –con el mismo marco de relaciones laborales que ahora se reforma- el país europeo que más empleo creaba. Sin embargo, la crisis ha puesto sobre la mesa lo que ya era evidente mucho antes: que el empleo que se estaba creando era precario, mal remunerado, poco cualificado, concentrado en sectores de poco valor añadido y muy volátil ante los cambios en el ciclo económico. Esto se explica por la propia composición sectorial de nuestra economía y por una legislación muy permisiva con la utilización de la contratación temporal, producto precisamente de reformas anteriores del mercado de trabajo que ya pretendieron aumentar la flexibilidad de las empresas. Los efectos negativos de esta desproporcionada tasa de temporalidad son bien conocidos, pero esta reforma laboral no corrige estos problemas, sino que al error inicial le suma otros, como una mayor facilidad para despedir y empeorar los salarios y las condiciones laborales.

Para lograr un cambio en la cantidad y en la calidad del empleo se necesita, fundamentalmente, un modelo productivo en el que la fuerza de trabajo sea un factor más importante –por la necesidad de contar con una formación específica para la realización de tareas con mayor valor añadido- y la confianza en un crecimiento económico sostenido que permita mantener el empleo en la empresa. Lo primero exige tomar en serio y adoptar medidas que posibiliten el cambio en el modelo productivo (políticas industriales, formación profesional, investigación y desarrollo) y lo segundo una política macroeconómica orientada hacia el crecimiento sostenible y la garantía de una demanda agregada suficiente. Es verdaderamente sorprendente que ni lo uno ni lo otro formen parte de la estrategia actual de lucha contra el paro.

Antes al contrario, un elemento central de la política económica actual es el recorte drástico y generalizado del gasto público -la mal llamada austeridad fiscal- cuyos efectos sobre la demanda agregada y la tasa de crecimiento se están haciendo más que evidentes. Mientras no se abandonen –y no nos referimos con esto a retrasar algunos meses, algunas décimas, los objetivos de consolidación presupuestaria- será imposible la creación de empleo en Europa.

 

Entonces, ¿cuál puede ser la lógica económica que subyace en la decisión de impulsar la reforma laboral como el instrumento central de la lucha contra el desempleo? Todo parece indicar que lo que se pretende es una “devaluación interna” que, mediante una bajada generalizada de las remuneraciones de los trabajadores, compense la imposibilidad de devaluar la moneda dentro de una unión monetaria. De esta forma, se obtendrían ganancias de competitividad en los mercados internacionales que impulsarían nuestra demanda de exportaciones, compensando las caídas previstas en las demanda de consumo de los hogares, en la demanda de inversión de las empresas y en la demanda pública, y favoreciendo el ajuste de nuestra deficitaria balanza de pagos. Sin embargo, esta estrategia nos parece equivocada y muy arriesgada, además de profundamente costosa desde el punto de vista social:

  • Tiende a responsabilizar de forma implícita al comportamiento de los salarios de los desequilibrios acumulados en el pasado y del aumento actual del paro: habrían provocado una pérdida de competitividad que ahora hay que compensar. Sin embargo, esta explicación olvida que los salarios reales permanecieron prácticamente estables durante todo el periodo expansivo anterior; que los aumentos en los salarios nominales, por tanto, compensaban en realidad los mayores aumentos de precios y márgenes empresariales en relación con otros países; o que los costes laborales unitarios nominales ya se han moderado sustancialmente en España desde el comienzo de la crisis.
  • Dado que estas políticas se están aplicando de forma generalizada en Europa, es muy improbable que la demanda de exportaciones crezca sustancialmente. Primero, porque la recesión afectará a la mayoría de los países de la UE, y por tanto el volumen global de comercio se reducirá. Segundo, porque nada asegura que las bajadas salariales en algunas partes de la unión monetaria no sean neutralizadas por reducciones similares en otros países, iniciándose una “competencia a la baja” por obtener un porcentaje mayor de un mercado cada vez más pequeño, y con menos y peor empleo.
  • Lo que sí es muy probable, en cambio, es que la estrategia de reducción salarial y abaratamiento del despido agrave el estancamiento de la demanda interna. Esto se producirá por el efecto negativo sobre el consumo -¡el salario no es sólo un coste, sino también la fuente principal de las ventas de las empresas!- que en la coyuntura actual será aún mayor por el alto nivel de endeudamiento de las familias, por la elevada tasa de desempleo y por la inseguridad que se deriva del abaratamiento del despido. Y, sin un cambio en las expectativas sobre la demanda, ni siquiera cabe esperar que la inversión de las empresas se incremente por la mejora de su rentabilidad que se derivaría de las bajadas salariales: sobra capacidad instalada sin utilizar.
  • Por último, no hay que olvidar que uno de los factores que más ha contribuido a la gestación de la crisis actual es el empeoramiento secular en la distribución de la renta, que tiene mucho que ver con las políticas de restricción salarial, y nada con la legislación laboral. La peor distribución de los ingresos generaba una insuficiencia global de demanda que se pudo compensar durante algunos años con el aumento de las deudas –fundamentalmente privadas- en algunos países como España. La experiencia, sin embargo, ha mostrado que esta aparente solución es insostenible a medio plazo. Y una política que se encuentra en el origen de la crisis no puede ser ahora la vía de salida. Persistir en ella, al contrario, la agravará.

Más allá de estas consideraciones, la reforma laboral aumenta la capacidad de intervención y de presión del empresariado, al tiempo que debilita la incidencia de las organizaciones sindicales y la capacidad de resistencia de los trabajadores. Se abre –o, para ser más precisos, se consolida- un escenario crecientemente desnivelado que, lejos de promover el cambio estructural que precisa nuestra economía, alimenta una cultura económica sustentada en la obtención de ventajas competitivas espurias (reduciendo costes salariales y derechos laborales) y, por ello, de corto recorrido. Eso sí, esta reforma laboral y las políticas de ajuste presupuestario, acrecientan las desigualdades, lo que, en un contexto de estancamiento económico, agrava las fracturas sociales y sitúa a algunos grupos sociales en posición apropiarse de una parte creciente de la riqueza, en el contexto de una estrategia que muy bien podríamos denominar “redistribución sin crecimiento”.

En definitiva, nuestro rechazo a la devaluación de los derechos laborales y nuestra convicción de que se trata de una estrategia profundamente injusta y equivocada para resolver los problemas económicos y sociales que se derivan del elevado desempleo que sufre España, nos lleva a manifestar el rechazo a la reforma laboral aprobada recientemente por el gobierno español y a pedir el abandono de la actual orientación de la política económica.



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