Democracia, ortografía, pueblo

 Uno de los sucesos que más han elevado mi buen humor en las
últimas semanas ha sido el fallo del jurado popular que ha declarado al
expresidente Francisco Camps «no culpable». Como probablemente sabrán, el
acta de la voz del pueblo empezaba diciendo que «el jurado, a deliberado»
y, a continuación, a lo largo de dieciséis folios, sin prácticamente
tildes, aparecían cosas como «faborable», «hallan» (de «haber»), «tubiera»
y otros.

            No ha sido, ciertamente, el fallo no condenatorio lo que me ha
excitado, como tampoco lo hubiese sido un fallo en contrario, pues, en los
juicios de sonadía, procuro atenerme a la presunción de inocencia (nadie es
culpable hasta que no se demuestre lo contrario) y a la cognición
pragmática (son las sentencias las que deciden sobre la culpabilidad o
inocencia en lo encausado, no nuestra opinión sobre el asunto). Tampoco me
hago cruces sobre la agrafia del jurado: a fin de cuentas, todos sabemos
que somos un país con un alto índice de fracaso escolar, parámetro
compuesto por quienes abandonan sus estudios (el guarismo oficialmente
computado) y por quienes pasan a través de los mismos como un cuerpo
glorioso, sin ser apenas manchados o afectados por ellos. Incluso, mi yo
cínico podría querer recordar que, aunque ahora va a menos, una corriente
pedagógico-progresista viene dando la lata desde hace décadas señalando que
«lo importante no es la ortografía, sino entenderse», y aun podría traer a
colación a intelectuales y políticos que señalan que la ortografía es «un
instrumento burgués de opresión del pueblo».

                 No, lo que me ha suscitado un ánimo jocundo han sido las
reacciones contrarias a la sentencia del jurado, muchas de las cuales han
apoyado sus críticas, precisamente, en la patente condición de escasa
cultura de los sentenciantes. Y la gracia está en que son precisamente las
gentes de condición progresista, aquellos que siempre han sido partidarios
de la institución del jurado, aquellos que afirman que dicha institución
«acerca la justicia al pueblo» (frase, por cierto, tan vacía como esta
otra: «alabú daluisba caloboba») los más que han renegado en esta ocasión
de ella. «No se puede tolerar esto, no se puede poner a juzgar a gente
prácticamente analfabeta» ha sido el concepto que vendría a resumir su
pensamiento.

            Ante esos razonamientos, uno no puede dejar de preguntarse por
el conocimiento que de la realidad tienen estas gentes, y, en consecuencia,
por lo que para ellos se encapsula bajo la palabra «pueblo», que con unción
tan reverencial pronuncian cuando no se encuentran con su evidencia.
Porque, en términos objetivos, el pueblo, esto es, el conjunto de los
ciudadanos de un estado o nación, incluye a todos esos fracasados escolares
y analfabetos funcionales de los que las estadísticas dan cuenta; también a
todos esos ciudadanos que tienen escaso o ningún interés por la vida
pública y por la organización social, excepto para sus «derechos», esto es,
para los beneficios que de la sociedad obtienen; a aquellos que, por
sistema, desprecian la política y los políticos. Ellos son, como los demás,
«el pueblo». Y son ellos también quienes votan en las urnas, con igual
desconocimiento, con iguales prejuicios, con idéntico desinterés por la
realidad. Claro que, en la medida en que los votan a ellos y a los suyos,
esa gente ignara debe parecerles homóloga a esa entidad sacro-vacua que les
remueve de placer las entrañas cuando pronuncian «pueblo», palabra que
articulan y paladean habitualmente como si ingiriesen la hostia sagrada de
la llave secreta de la historia o, tal vez, la untuosidad golosa de un
tocinillo de cielo.

            Pero el pueblo es muchas cosas. Quien quiera mirar su parte
turbia puede verlo en Atenas expulsando a los mejores bajo la incitación de
los demagogos y corrompido por las dádivas; allí mismo, defendiendo su modo
de vida frente al bárbaro persa. Puede comprenderlo en los análisis y
pronósticos de Tocqueville señalando como el peor mal de la democracia
futura el igualitarismo envidioso e igualador hacia abajo. En el
levantamiento contra Napoleón sacrificándose por conceptos como la patria,
la nación o el rey, o desjarretando y destripando por el mero placer de la
sangre. En la guerra civil asesinando por el odio o la envidia o
sacrificando su vida por los suyos o por sus ideales.

            El pueblo, en una palabra, son muchos conjuntos de
comportamientos distintos, e incluso, alguna vez, alternantes. Hoy, unos,
por ejemplo, los forman individuos altruistas que trabajan gratis por los
demás, en las aldeas de África, en los comedores de España; otros, la
turbamulta de envidiosos linchadores carentes de toda piedad, a los que,
anhelosos y jadeantes, convocan las vuvucelas justiciero-recaudatorias de
ciertas cadenas televisivas.

            Y, naturalmente, entre ellos, entre ese último subconjunto de
pueblo, hay gentes con muchas carreras, las hay analfabetas y las hay,
incluso, que exhiben banderas republicanas como prueba de su impoluta y
distinguida moralidad ciudadana.

            Llegados a este anterior punto, se me aparece mi trasgu
particular, Abrilgüeyu, que lleva la montera adornada con un par de
jacintos de color azul violáceo.

            — ¡Pero ven acá, alma cándida! ¿Crees tú que si el fallo les
hubiese dado la razón condenando a Camps se hubiesen metido con el jurado y
puesto en duda la institución? Al revés, habrían afirmado cómo, a pesar de
la ignorancia en que lo ha sumido siempre la explotación capitalista y la
derecha, la voz del pueblo encuentra siempre el camino hacia la luz y la
verdad. Esto es, que el pueblo, como el Dios del proverbio, escribe derecho
aunque fuere con grafías erróneas o ignorantes, y que eso sería,
precisamente, lo que confirmaría la excelencia del jurado popular.

            ¡Acabáramos!

            Xuan Xosé Sánchez Vicente
            www.xuanxose.net



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