El presidente del Principado defiende la evolución a un Estado federal simétrico

El presidente del Principado defiende la evolución a un Estado federal simétrico

Madrid/El Escorial.El presidente de la comunidad autónoma asturiana, Javier Fernández,  se ha mostrado hoy partidario de profundizar en las reformas del estado autonómico desde una perspectiva federalista, siguiendo las pautas  acordadas en la conferencia socialista celebrada en Granada el pasado fin de semana. Fernández  participó en el   curso que sobreLa reforma federal del estado español” ha convocado también a Rafael Simancas, Rafael Hernando y Ramón  Jáuregui.  

 

A propósito de la reforma territorial del Estado, dijo Fernández que “la propuesta que se aprobó en Granada, y soy el coordinador  del Consejo Territorial, ha supuesto un paso muy importante para hacer una propuesta en la línea federal.  Pero no será jurídicamente posible  si no hay sintonía, si no hay un acuerdo, entre los dos  partidos mayoritarios,  ni sería políticamente conveniente tampoco si no se incorporan otras fuerzas políticas nacionalistas y no nacionalistas. Lo que ha hecho el Partido Socialista  ha sido moverse en una situación muy compleja y hacer una propuesta de federalizar la Constitución, porque el Estado ya lo es, y podamos cerrar esta centrifugación que se está produciendo en el propio Estado”.

En relación con la devolución de las subvenciones a los astilleros que exige la  Comisión Europea el presidente del Principado dijo que “desde hace tiempo se han venido tomando decisiones que no nos satisfacen plenamente, pero que van en la dirección correcta;  primero se exoneró de cualquier responsabilidad a los astilleros, luego a los armadores y ahora a los inversores.  Se retrotrae la devolución de las ayudas  hasta  mayo de 2007,  justo cuando se publicó en el boletín de las comunidades europeas, la resolución del asunto de Francia. Por tanto, es una buena noticia, pero no es suficiente. Lo que convenía y lo que yo creo que además es justo es que hubiera que devolver las ayudas de Estado en fechas anteriores a 2011.”

 

 

 

Intervención del presidente:

 

I.                  El mandamiento territorial

 

 

Lo mejor de memorizar los diez mandamientos es que luego se resumían en dos. Repetir de carrerilla o salteados aquellas sentencias podía tener un punto de dificultad, pero la conclusión era simple: amarás a Dios sobre todas las cosas y al prójimo como a ti mismo.

 

 El enunciado de esta conferencia es Las reformas pendientes en la organización territorial del Estado. No las recitaré todas, porque ni sé si sería capaz de tanto ni quiero aburrirles. Les resumiré las que considero básicas, necesarias; las que entiendo que a estas alturas de nuestra andadura democrática ya no son evanescencias teóricas ni legítimas propuestas de partido, sino, por seguir con el símil, mandamientos territoriales. Y espero que también al final puedan encerrarse no ya en dos, sino en uno solo: una España plural y fuerte dentro de una Unión Europea sólida y mejorada social y democráticamente. Ése es el mandamiento que nos hemos autoimpuesto los socialistas porque la realidad, a su vez, nos lo exige.

 

II.               La acotada polisemia federal

 

 

Si estamos hablando de reformas pendientes en la organización territorial, como reza el título de esta intervención, es porque entendemos que la obra no está terminada. Una evidencia: si algo está pendiente es que falta por hacer. Y bien, ¿en qué nos basamos quienes sostenemos que, en efecto, hay cambios pendientes? E, incluso, si los hubiera, ¿no es un tanto pueril buscar una solución para un problema que lleva décadas, e incluso siglos, encadenado a nuestro debate político hasta condicionarlo sistemáticamente? ¿No sería más realista asumir que en un Estado plural, atravesado y dolorido de tensiones soberanistas y centralistas, lo único sensato es resignarse a una conllevanza orteguiana? (1)

 

A quien lo pregunte le exhorto, simplemente, a que abra los ojos y mire en derredor. España suma hoy tres grandes problemas. La recesión económica, con todas sus derivadas y secuelas; el descrédito de la política, los partidos, las instituciones y, con ellos, de la propia arquitectura democrática, con preocupantes líneas de fuga hacia el populismo y la desafección; y las tensiones territoriales. Los dos primeros son comunes a otros Estados e interactúan entre sí, se retroalimentan. El tercero, en cambio, es específico –hasta podría decir, aquí en Madrid, que castizo- porque, repito, la cuestión nacional es uno de nuestros enemigos íntimos. Manuel Vicent ha comparado más de una vez a España con la preparación de una mayonesa: en cuanto dejas de removerla, cada ingrediente va por su lado, la ligazón se hace imposible. Sobre la semejanza puede haber matices; lo indiscutible es que es un asunto incrustado en nuestro inconsciente colectivo. Recordemos que en la transición se coreaba un triple lema, y con rima:

 

“libertad,

amnistía

y estatuto de autonomía”.

 

Había una identificación entre democracia y reconocimiento de la pluralidad territorial. No lo olvidemos, porque éste fue uno de los vectores que guió la mudanza del sótano de la dictadura al edificio democrático. A diferencia de otros países, en España no se reclamaban sólo las libertades y derechos y deberes  propios de cualquier democracia al uso, sino también la descentralización territorial y el reconocimiento de las nacionalidades. La redacción del Título VIII de la Constitución no fue, por tanto, la expresión de un capricho ni el hallazgo de un rapto de ingenio; resultó la solución acordada para abordar un problema real, no imaginario. Por eso me inquietan muchas de las críticas neocentralistas hacia la construcción autonómica, y especialmente aquellas que culpan de la crisis a la existencia de las propias comunidades. No sólo son injustas, sino que obvian con descaro las serias razones que cimientan el Estado autonómico.

 

El caso es que desde aquel tiempo hasta hoy –esto es, durante 35 años-, la España autonómica ha funcionado razonablemente bien, por más que ahora se oigan tantos lamentos. Crujieron a menudo las cuadernas, pero el casco resistió y tuvo buen Norte. Sin embargo, desde hace unos años las presiones se han redoblado. Ya no empujan sólo los nacionalistas que reclaman cada vez más competencias en la pulsión centrífuga que es su propia razón de ser; ahora son también los neocentralistas quienes imprimen una fuerza expresa en sentido contrario. Realmente, siempre la ejercieron, pero ahora presumen de ello. Todo eso se ha traducido en un síndrome de fatiga territorial y, por extensión, de cansancio constitucional. Artur Mas, presidente de la Generalitat, ha hablado de “fatiga mutua” entre España y Cataluña (2) como dos realidades parejas y enfrentadas. Discrepo. A mi juicio, lo que hay es una suerte de desgaste por  rozamiento, provocado por las holguras de un modelo sometido a revisión permanente y al que apenas se le ha dado tiempo para que decante el poso necesario. Ha habido durante estas décadas muy poca generosidad política de los nacionalistas con el Estado autonómico, y su ansiedad egoísta ha despertado los recelos centralistas, que ahora creen haber encontrado en la crisis y el supuesto despilfarro autonómico la excusa perfecta para la demolición del Título VIII.

 

Cuando hablamos de reformas territoriales pendientes, estamos, de un lado, intentando aliviar esa fatiga. Aunque les parezca obvio, déjenme que tenga la cautela de advertirlo: no se trata de hacer una nueva constitución, sino de reformarla para evitar que caiga por erosión u, otro peligro, por extrañamiento ciudadano. Por lo tanto, cualquier acusación de deslealtad para con la carta magna de quienes promovemos los cambios es falaz. De hecho, recordemos que los constituyentes –y a diferencia de lo que sucede en otros Estados, como Alemania o Francia- no vetaron la reforma de ninguno de los preceptos del texto de 1978: los únicos límites que establecieron son los formales y de procedimiento, aunque ciertamente muy elevados (3).  La pretensión, insisto, no es cancelar este período constitucional, sino mejorar su forjado. Ése es el primer objetivo, que ha de conjugarse   simultáneamente con otro: la voluntad de cerrar el modelo territorial, de evitar que siga sometido a esa doble e insoportable presión a la que antes me referí, una angustia sobre el ser y la identidad digna del existencialismo más rabioso. Deberíamos liberarnos de una vez del sentimiento de dolor de España que exclamó Unamuno.

 

Concluyo esta primera parte con un avance de mi propuesta: defiendo una reforma que constitucionalice la España federal de hecho en la que vivimos. Después me extenderé sobre este asunto, pero remarco el sintagma verbal: constitucionalizar el federalismo existente. Y como ya he pronunciado el término tabú, el adjetivo federal, me apresuro a subrayar su, llamémosle así, vocación polisémica, porque no remite a un modelo único y cerrado. Se dice a menudo que hay tantos sistemas federales como Estados que se reclaman federales. Aceptémoslo, asumamos las diversas identidades y rostros del federalismo (4) pero señalemos también que no existe federalismo sin lealtad federal: esa es la premisa básica, un prerrequisito insoslayable. No digo que una república no pueda apellidarse federal sin ser república ni federal: los nombres a veces no se corresponden con la realidad. Lo que digo es otra cosa: puede haber múltiples modelos federales, y sin duda los hay, desde Alemania a México y desde Estados Unidos a Canadá, pero no cabe federalismo sin lealtad mutua.  Es lo que los profesores Sosa Wagner y Mercedes Fuertes han llamado la cara adusta del federalismo (5). Por eso el federalismo tiene una polisemia acotada, porque ha de salvar los límites de ese nexo común. Si los rebasa o no los atiende, ya no hay federalismo genuino. 

 

III.           El debate federalista en España: la perversión original

 

Les comentaré brevemente algunas observaciones sobre la cuestión federal en España. A efectos históricos, el debate al que ahora asistimos no supone novedad. Hablo, lógicamente, del federalismo moderno, de la forma de organización del poder que inaugura la Constitución americana de 1787 como contraposición al sistema confederal sobre el que se crearon los Estados Unidos.

 

La primera revolución atlántica (6), pronto seguida de la francesa, se convirtió rápidamente en una referencia para los liberales europeos, incluidos los españoles.

Pero no crean que el federalismo entró en la discusión política nacional como una meta deseable. Más bien al contrario, la Constitución americana aparece en el Cádiz de las Cortes, en los debates sobre la organización provincial, como ejemplo de los peligros del federalismo. Porque los liberales doceañistas no fueron favorables a la organización federal. Ni Agustín Argüelles el divino ni Toreno, por citar a dos de los más destacados, y perdonen por barrer para casa, ambos asturianos (7).

 

Es cierto que también hubo federalistas convencidos en aquellas Cortes, pero eran mayoritariamente diputados de los territorios de ultramar que demandaban pasar de ser meras provincias a la federación con la metrópoli.

 

Las manifestaciones en contra del rumbo federalista fueron bien contundentes. Así, Toreno manifestó que “en la nación no hay más representación que la del Congreso nacional, ni ayuntamientos ni provincias… esto sería propender al federalismo como única tendencia y acabaríamos por constituir estados separados”.

 

De hecho, Cádiz rechazó todo atisbo, no ya de diferencia, sino de autonomía territorial, tachada de peligrosa deriva federal. Para los liberales era prioritario exorcizar el fantasma del federalismo, que en su opinión suponía la antesala de la independencia de las Indias (8) y de la disgregación territorial del reino en la península. El mismo Toreno advertía de que el federalismo  era incompatible con lo que se quería construir en aquellas Cortes: una nación sola y única.

 

He mencionado el concepto de revolución atlántica porque hemos de situarnos en el contexto en el que se reunían las cortes de Cádiz, en los años que siguieron a la creación de los Estados Unidos y a la revolución francesa, y en plena guerra de la independencia contra Napoleón, un emperador que llevaba en su mochila la dictadura, pero también la modernización racionalista. Entre los liberales españoles, fuesen moderados o radicales, la influencia francesa fue muy superior a la ultramarina, y de ahí que haya que entender la Constitución doceañista como una revolución de la nación frente al pluralismo territorial, estamental y corporativo del Antiguo Régimen.

 

La crisis de 1808 había propiciado previamente la eclosión del austracismo latente en España. El localismo de las juntas, que asumen la representación de sus respectivos pueblos, apelaba a la razón histórica, pero la Constitución de Cádiz se basó en la razón abstracta, y mientras la razón histórica es particularista, la abstracta es universalista. Por eso, la Constitución de Cádiz, afrancesada y racional, tuvo en el centralismo uno de sus rasgos fundamentales, según dice Herrero de Miñón en Cádiz a contrapelo.

 

El debate territorial, no obstante, siguió presente. Más tarde, en 1837, el diputado catalán Domingo Vila, máximo exponente de lo que se llamaba entonces nacionalismo, propuso la autonomía, porque “ninguna nación del mundo se halla más dispuesta a adoptarla siendo compuesta de un conjunto de reinos con costumbres y leyes distintas”. Pero Agustín Argüelles, en la senda que él mismo había esbozado en 1812, insistió en que “el federalismo era una quimera conducente a la disgregación”. Ni qué decir tiene que entre los conservadores la unidad nacional era sacrosanta. En la Restauración, Cánovas habla de España como una “nación permanente”, “realidad indisoluble”, “obra de Dios o, si alguno o muchos de vosotros lo preferís, de la naturaleza” (9).

 

El federalismo pudo llegar, en todo caso, un poco antes,  en 1873, con aquella república que quiso ser federal y terminó en cantonal. Por cierto, el proyecto de constitución federal lo integraban 17 Estados, dos de ellos, Cuba y Puerto Rico, en ultramar. Pero aquel federalismo que personalizó Pi y Margall, el autor de Las Nacionalidades (1876), respondía menos al respeto a los particularismos y a la armonización de eventuales tensiones identitarias que a la convicción de que la participación de los ciudadanos en la vida pública era más factible con esa forma de organización de los poderes territoriales. Había en aquel federalismo un sustrato de inspiración anarquista porque, en la estela de Proudhon, Pi y Margall encontró en las autonomías municipal y provincial el aval para la idea republicana que pretendía concretar.

 

Conviene, por tanto, aclarar que la experiencia federalista española cuenta con un antecedente  en la Primera República que poco tiene que ver en su génesis y en su propósito con el actual debate federal. Pero que el movimiento político federal naciera envuelto en una estrategia insurreccional no hizo más que dañarlo como teoría apropiada para un país estructuralmente diverso que requería una propuesta adecuada de organización territorial. Resumo: el desprestigio del federalismo en España es previo, pero el fracaso de la Primera República no hizo más que exacerbar esa identificación falsa entre federalismo y desorden, una de las razones de fondo por las que escuchar el adjetivo federal duele tanto a muchos oídos prudentes. En el discurso centralista rancio, cualquier mención al federalismo da siempre pie a comentar el desafuero cantonalista. Como Mr. Witt (10), ellos siguen en el cantón, y aprovechan un desgraciado episodio histórico para mantener recluida a perpetuidad la idea federal. Ésa es la perversión original del debate federalista en España.

 

Conviene aclarar, no obstante, que las propuestas particularistas amparadas en planteamientos historicistas expresadas en 1812 o 1837 poco tenían que ver con las reivindicaciones de hoy. Incluso si los movimientos culturales de raíz romántica, sin contenido político alguno en su nacimiento, dieron paso a fuerzas nacionalistas –como en cierta medida sucedió en Cataluña- fue por dos razones tan antagónicas como complementarias: la primera, la falta de correspondencia entre el poder político madrileño (centro) y el poder económico, ubicado en Bilbao y Barcelona (periferia); y la segunda, la debilidad de un Estado en el que la Iglesia, una institución antimoderna, monopolizaba la educación en instrumento por excelencia para cumplir un requisito de la modernidad: nacionalizar la nación.

 

Así, los nacionalistas periféricos opuestos al jacobinismo progresista de las élites españolas pasaron a verse a sí mismos como europeizadores de España, mientras el nacionalismo español evolucionaba a la inversa, desde el origen laico y progresista inicial hasta el nacionalcatolicismo final que acabaría cubriendo bajo palio al generalísimo dictador.

 

IV.            La evolución autonomista del PSOE

 

Hice antes una alusión al discurso de Ortega de 1932 sobre el estatuto catalán. En aquella misma intervención, el filósofo reclamó al PSOE que expresase con rotundidad su opinión. “El Partido Socialista”, dijo, “tiene el gran deber en esta hora de hablar a tiempo, con toda altitud y precisión”. Y añadía: “el partido socialista es un partido gubernamental, y esté o no esté en el banco azul, un partido gubernamental es cogobernante, porque se halla siempre en potencia máxima de ponerse a gobernar” (11).

Lógicamente, el PSOE está hoy, como señalaba Ortega, en disposición de ponerse a gobernar. Por lo tanto, también está obligado a hablar “con altitud y precisión”. Eso es lo que debemos y queremos hacer; eso, a pequeña escala, es lo que intento hacer ante ustedes.

 

Hoy proclamamos el objetivo federal, pero la posición del PSOE hacia el federalismo no ha sido la misma a lo largo de su historia (12). Tengamos en cuenta que la fundación del partido en 1879 se produjo precisamente en un contexto marcado por el fracaso de la república federal. Añadamos que el federalismo aparecía al principio como un movimiento adversario de los socialistas tanto en su vertiente republicana –ahí situaba el PSOE a los amigos de la burguesía- como en la anarquista –donde militaban los competidores proletarios. Frente al doble desafío del carlismo en el norte y el cantonalismo en el sureste, los socialistas españoles se identificaron (críticamente) con el Estado liberal unitario en su versión jacobina y vincularon la unidad nacional con la del proletariado, sin renunciar a su internacionalismo esencial. Asumieron un ámbito geográfico delimitado –el de España como Estado nación- para un proyecto internacionalista (13). La definición del partido está recogida en sus siglas. Si éstas destacan las cualidades de socialista, obrero y español es porque Pablo Iglesias y los cofundadores de la taberna Labra entienden que ésas son las señas primordiales, por encima de cualesquiera otras. Por otro lado, nada fuera del patrón común que seguían los partidos socialistas en Europa (14).

 

De hecho, y para mayor prueba, los máximos órganos de decisión de aquel jovencísimo PSOE se denominaban congreso nacional y comité nacional, con un secretario general, Pablo Iglesias, claramente centralista en su idea de España. Así que la comprensión progresiva del hecho regional por parte del PSOE, propiciada por la entrada en las instituciones, el contacto con una cierta intelectualidad progresista y el acercamiento al republicanismo, fue gradual y conflictivo.

 

En diciembre de 1918, el partido socialista aprobó en su noveno congreso la moción de Reus, que proponía la Confederación republicana de nacionalidades ibéricas,  propuesta que en el congreso extraordinario de 1919 fue sustituida por otra, renovada en los congresos de 1920, 1921, 1928, 1931 y 1932, que confirmaron al PSOE como partido prudentemente autonomista.

 

Mientras, en Cataluña los catalanistas de izquierdas decidieron entrar en la Federación Socialista Catalana y, a través de ella, convertir al PSOE en un partido federalista. El propósito no pasó desapercibido para dirigente alguno, y chocó con fuertes resistencias. Una de ellas, la de otro asturiano, Indalecio Prieto, que denunció en 1923 al nacionalismo, sin conceder matiz alguno, como una ideología reaccionaria.

 

El fracaso del entrismo catalanista en el PSOE (Campalans pedía la plena soberanía política de Cataluña) llevó a los socialistas catalanes a la creación de Unió Socialista de Catalunya (USC), que compitió con el PSOE en las elecciones de 1931. Fíjense qué poco nuevo hay bajo el sol.

 

Por tanto, y valgan estos brochazos, no cabe hablar de una tradición federalista en el PSOE (si exceptuamos las resoluciones de los congresos de 1918 y 1976, rápidamente derogadas). El partido evolucionó desde el unitarismo inicial y asumió definitiva y plenamente el fenómeno autonomista en la transición impulsado por la influencia de los socialdemócratas de la República Federal Alemana y la existencia de partidos socialistas regionales que confluyeron en el PSOE. No es, por tanto, una línea históricamente definida la que lleva al Partido Socialista, tras el franquismo, a un proyecto de corte federal,  sino una trayectoria accidentalista, posibilista en la resolución de los problemas derivados de la diversidad territorial del país. El PSOE llegó, así, a un autonomismo pragmático y oportuno para encauzar una relación entre geografía y política más intensa en España que en cualquier otro país de Europa.

 

Por eso no puede decirse que el federalismo doctrinal haya significado en España una corriente ideológica consistente, excepto en Cataluña.

 

Pero sí es cierto que España hace tiempo que reúne los caracteres esenciales del federalismo como forma de organizar el poder político. Un federalismo vergonzante, que no se atreve a llamarse por su nombre, porque ese nombre no es indiferente, remite a filias y fobias incrustadas en la memoria colectiva.

 

V.               El federalismo vergonzante

 

Cuando el PSOE participa en la redacción del título VIII de la Constitución, ya ha asumido el autonomismo. Como señalé al principio de esta intervención, la invocación a dos términos, autonomía y consenso, nombran dos de las palabras claves de la historia reciente de España. Ambas abrieron un proceso incierto de desarrollo constitucional que pronto superó cualquier tentación de limitar el número de comunidades políticas diferenciadas de las del Estado  (15).  

 

Bien, demos ahora un salto hasta el presente y observemos la realidad territorial española, que es federal, no unitaria ni descentralizada. Aunque con peculiaridades y acentos propios, claro, como sucede siempre que se habla de federalismo.

 

La singularidad del nuestro es que está construido al revés: no son Estados soberanos que deciden unirse, según la forma canónica (la “sociedad de sociedades que hacen una nueva, que puede crecer por unión de nuevas sociedades”, tal como  describió “la república federativa” Montesquieu en El espíritu de las leyes)  sino a la inversa, un Estado unitario que pretende convertirse en federación. Sin duda, ésa es una anomalía, pero ese notabilísimo contraste en la construcción federal española respecto al modelo clásico no modifica la naturaleza del producto resultante. Es casi una expresión territorial de la propiedad conmutativa: el orden de factores no altera el producto. Evitaré la tentación de disertar sobre una explicación histórico-causal de este proceso; es más, me permitiré el lujo de decirles que a estas alturas la urgencia no está en indagar cómo y por qué llegamos a esto –tarea importantísima y necesaria-, sino en cómo lo resolvemos. Porque, en efecto, partiendo de un Estado unitario, dimos luz a una realidad federal -que denominamos Estado autonómico, un disimulo propiciado por la aversión al término federal de los conservadores españoles- y ahora nos encontramos con que esa construcción está atravesada de tensiones soberanistas que hemos de afrontar.

 

Lo cierto es que el estado autonómico generó bien pronto un mercado electoral cuya fuerza se ha ido incrementando a medida que se han debilitado los electorados ideológicos, un mercado en el que una nueva clase política se ha visto obligada a estar pendiente de las demandas tendencialmente crecientes de los titulares del sufragio; una clase política de base geográfica, cuyo peso en el sistema de adopción de decisiones de los partidos de ámbito nacional es un rasgo trascendental a la hora de valorar la implantación y la evolución del Estado en su dimensión territorial. Este, como saben, es un componente habitual en otros sistemas federales. Que en España nos resulte extraño y hasta alarmante  se debe al recuerdo centralista, pero en un Estado compuesto la controversia territorial forma parte de la lógica política.

 

Quizás la evidencia más palmaria del éxito del modelo haya sido la desaparición del concepto de región, que se utiliza en el artículo 2 de la Constitución. Y la mayor manifestación formal de su imperfección, el sinsentido de que la provincia, la memoria del Estado unitario, sea la circunscripción electoral para un Senado de nacionalidades y regiones.

 

 

VI.            Un punto de encuentro para la razón cívica

 

Sí, sin duda nuestro Estado autonómico es materialmente federal, aunque notoriamente marcado por su origen y por la vitalidad de los nacionalismos periféricos, que le provocan una elevada inestabilidad potencial. Porque el que haya en España comunidades autónomas con mayor conciencia y voluntad de avanzar en su propio autogobierno que otras en función de los que se ha dado en llamar hechos diferenciales no debe hacernos olvidar que el auténtico hecho diferencial español es la existencia de partidos nacionalistas. Podemos discutir, y discutimos, si conviven una o varias naciones en esta geografía, pero lo que es indiscutible es que aquí habitan nacionalistas, gentes que, con toda legitimidad, tienen una irrefrenable tendencia a crear naciones (a menudo, con el razonamiento de Fichte: donde hay una lengua, debe haber una nación).

 

Estos nacionalistas se organizan en partidos que pueden pactar, y pactan, retrasar indefinidamente la llegada a su destino, pero que no pueden renunciar a él. Son gente que interpreta el desarrollo autonómico como un asalto permanente a las competencias del Estado. Son gente que entiende la autonomía como peldaño, como una especie de estación de tránsito sin admitir jamás que haya otra posible estación final que la independencia; gente, en fin, que no piensa en la autonomía para acomodarse en el modelo, sino para ver el modo de superarlo.

 

Quizá deba confesar, por si no está ya bien claro, mi recelo cosmopolita hacia todos los nacionalismos, y admitir por tanto el hecho crucial de que nuestra manera de imaginar la comunidad apenas coincide; confieso también mi convicción de que cada nacionalismo se entiende como tal en función de otro nacionalismo en pugna con él. El conflicto frente al enemigo exterior es la mejor estrategia de refuerzo de los nacionalistas. Por eso sostengo que enfrentar los nacionalismos periféricos con el viejo esencialismo español, como se hace cada vez más a menudo,  resulta el mejor caldo de cultivo para que el soberanismo crezca a sus anchas.  Al fin y al cabo, el primer dogma del nacionalismo es su obligatoriedad: o bien se es nacionalista de los suyos o bien se es nacionalista de los otros.

 

He citado o aludido a Ortega en varias ocasiones. Perdonen que insista. Nuestro filósofo pensaba que sólo un gran proyecto colectivo, la conciencia con la idea de que España es una gran nación puede sublimar las tensiones nacionalistas en una hoguera de pasión nacional compartida. Esta pretensión se ha explotado hasta dar vergüenza ajena a propósito de los éxitos de la selección española de fútbol, y así hemos visto cómo los medios de comunicación más centralistas presumían del número de espectadores que asistían en los bares catalanes y vascos a los partidos de la roja. Pues mientras se vitoreaba a rabiar a la selección, el nacionalismo no dejaba de medrar. Yo no quiero seguir el camino, más emocionante sin duda, del cantar de gesta, sino el de la razón cívica. No discuto que todo Estado necesite un proyecto colectivo; discuto que ese proyecto deba ser imperial, por decirlo de algún modo. No se necesita una voluntad de supremacía ni un anhelo triunfal, sino el convencimiento racional de poder construir una sociedad libre, democrática y justa, estable política, económica y socialmente.

 

¿Quién puede sentir una verdadera emoción hacia un aparato constitucional? plantean algunos, y créanme que conviene escucharlos, porque tan malo es hacer política con los sentimientos, como olvidar que existen, pero tenemos la obligación de considerar a la razón y no a los sentimientos como el eje vertebrador de la acción política.

 

Por eso, sostengo, frente a quienes anteponen la nación al Estado, que conviene pasar de una identificación con la nación a una identificación con el Estado; es decir, de una ciudadanía basada en la identidad -en el narcisismo de las pequeñas diferencias, que diría Freud- a una construida sobre la lealtad a los valores democráticos, que diría Habbermas.

 

De ahí la voluntad de avanzar en el federalismo, que no es una ideología, sino la antítesis del nacionalismo y la mejor manera de compartir el poder político entre los diferentes territorios del Estado. Por eso, insistiré después, hablo del federalismo como punto de encuentro racional, no sentimental.

 

El federalismo es una política que busca reconciliar dos principios diferentes: el principio de etnicidad, según el cual los pueblos quieren ser gobernados por los suyos, y el principio cívico según el cual quienes quieran vivir en comunidad tienen que hacerlo en igualdad, dejando de lado su identidad y centrándose en su ciudadanía, de acuerdo con Ignatiev.

 

Parece que hoy el nacionalismo catalán prefiere ser una mayoría en Cataluña que una minoría poderosa en una España federal. Comprenderán que me cueste entender que los nacionalistas hayan conseguido que su proyecto no sea un elemento más del espacio político catalán, sino que se hayan convertido a sí mismos en la representación auténtica del ser catalán. Aunque debería asombrarme más, y me asombra, que allí se pueda ser independentista y de izquierdas. Pero no puedo evitar pensar, como Vidal Folch, que el nacionalismo de muchos catalanes es más una evasión de algunas realidades económicas desagradables que un sentimiento profundo de desafección a España. Creo que gran parte del catalanismo, que aparece a veces como un nacionalismo de límites imprecisos, aún puede acomodarse a un perfeccionado modelo federal si actuamos antes de que se consoliden en Cataluña dos comunidades, diferenciadas por su relación sentimental con España. Entiéndanlo, pertenezco a una generación, o eso creía, escasamente preocupada por los símbolos, las banderas y demás utensilios de la pasión nacional. A esa clase de conciencia patriótica a la que, parafraseando a Thomas Mann, les repugna escoger entre ser un buen ciudadano y un buen español.

 

VII.        Las reformas propuestas

 

Antes de enumerarles los cambios, subrayo varias consideraciones que ya he venido exponiendo:

 

a)      La lealtad federal. Ya la señalé al principio, pero quiero resaltarla: sin el respeto a la fides (foedus), al requisito de lealtad básica, nos faltará el nutriente esencial.

 

b) Un Estado federal no conlleva más capacidad competencial. Saben que a menudo se asimila federalismo a mayor poder de las comunidades autónomas. No es así (16)

 

c)      Un Estado federal es, sobre todo, una estructura, una forma de organización, no una ideología. Quiero decir que el federalismo –el español, el canadiense, el alemán, el estadounidense- impone sus procesos delimitados de relación entre las partes y el todo. Son estos procesos los que sirven para encarar y superar las dificultades que se vayan produciendo. Porque, también esto conviene aclararlo, incorporar el adjetivo federal a la definición del Estado no tiene virtudes milagreras, no soluciona por ensalmo las cuestiones pendientes.  E insisto, el federalismo no es de derechas ni de izquierdas ni de centro; el federalismo es un modelo de organización territorial que se basa en la lealtad de las partes que lo componen, lealtad entre sí y lealtad con la autoridad federal que conforman.

 

d)      No habrá España federal sin consenso, como no habrá reforma constitucional sin consenso. Esto no es sólo una evidencia por las elevadas exigencias que regula la propia Constitución para su reforma (artículos 167 y 168), sino también un requisito político. Así como Torcuato Fernández-Miranda habló de ir “de la ley a la ley a través de la ley” para abordar la reforma política, la reforma constitucional ha de ir del consenso al consenso a través del consenso. Del consenso que presidió la elaboración de la Constitución de 1978 al consenso necesario para modificarla; pero con la intención también de sumar un nuevo consenso, esta vez entre los nacionalistas y los centralistas. Porque ninguna reforma constitucional será jurídicamente posible sin el acuerdo de los dos grandes partidos, ninguna será tampoco conveniente sin el apoyo de otras fuerzas políticas, nacionalistas y no nacionalistas. Tengamos en cuenta que ahora, a diferencia de 1978, vivimos en un Estado autonómico, no en uno unitario. Por lo tanto, sería absurdo vetar de entrada la posibilidad de acuerdo con las comunidades autónomas; al contrario, la voluntad debe ser la contraria. Ese consenso ha sido posible intramuros del PSOE y creo sinceramente que es factible también en España. Por eso hablamos de un proyecto federal que sirva de punto de encuentro, y no exclusivamente entre los grandes partidos. Insisto: punto de encuentro racional, no sentimental ni pasional.

 

e)      Un federalismo europeo. Ese federalismo es el que debe llevarnos a la aceptación generalizada de las identidades triples que suponen las comunidades autónomas, España y Europa. Un escenario optimista sería un Estado post moderno y post nacional en el que las identidades basadas en la lengua, la cultura y la historia sean menos importantes que la ciudadanía. Lo digo como dirigente de un partido que tiene que considerar la idea de ciudadanía desvinculada de la identidad como eje básico de su acción política.

 

Ahora, hablemos por fin de los cambios necesarios. Reitero que no se los detallo todos, sino los que entiendo principales:

 

 

1. Constitucionalizar el Estado

Ahí me remito a Javier Tajadura cuando dice que “hemos de empezar por reconocer que, aunque España tiene una naturaleza federal, no tiene una Constitución federal Así, la Constitución no define el Estado autonómico, no dice cuántas comunidades  lo forman ni fija el reparto competencial. Nuestro Estado autonómico lo ha configurado el poder legislativo a secas, no el poder constituyente. Ningún Estado federal carece de una constitución que determine quiénes y cuántos son los sujetos de la autonomía política y que establezca cuál es el contenido de esa autonomía”. Por tanto, federalizar el Estado supone cerrar el proceso constituyente. Se trata de reformar la Constitución para actualizarla y perfeccionarla, pero también para acabarla. En este sentido, la Constitución debe recoger las comunidades autónomas que componen el Estado.

 

2. Aclarar la distribución de competencias

La reclamación creciente de más competencias y el choque por su ejercicio han sido habituales en el desarrollo del Estado autonómico. Necesitamos acabar con este roce continuo –que multiplica las sospechas sobre la intención última de los nacionalistas a la vez que debilita cada vez más la idea de Estado- y delimitar claramente cuáles son las competencias que se reservan al Gobierno central, especificadas con el mayor detalle posible. Todas las demás corresponder&

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