Promesas electorales: mentiras consentidas

La apertura de un proceso electoral constituye un momento crucial en un sistema democrático que culmina con el voto de los ciudadanos a través del que otorgan la confianza a una opción política determinada.

Una vez iniciado el proceso, todo se nuclea en torno a los programas electorales en los que se condensan los proyectos globales que se proponen para dar respuesta a las demandas sociales en forma de compromisos futuros de gobierno.

Si partimos del principio de buena fe que, a buen seguro, preside las intenciones de todo partido al elaborar sus propuestas electorales, los programas incorporan todas aquellas promesas que satisfacen los deseos de los potenciales electores pero sin considerar su viabilidad. Son un desiderátum, pero su realización depende de la realidad de cada momento, que, a su vez, es cambiante y compleja. Un buen programa económico puede saltar por los aires por razones que escapan al control del Gobierno, por ejemplo, si se produce una crisis financiera mundial.

Zapatero y Rajoy incumplieron sus programas porque, como ellos mismos reconocieron, prefirieron cumplir con su deber que con sus promesas.

Todos sabemos, de antemano, que la mayoría de estas promesas electorales no se cumplen y aceptamos, a sabiendas, que los partidos nos engañan. Los programas, en el mejor de los casos, sirven para reafirmarnos en la idea de a quién no vamos a votar más que para decidir el voto. La elección política se hace en función de la ideología que representa un partido y atendiendo a la credibilidad que suscitan sus líderes.

Las promesas electorales no tienen fuerza de obligar y, por tanto, no son exigibles judicialmente, de tal manera que su incumplimiento no genera responsabilidad alguna a no ser el castigo con el voto en las siguientes elecciones. La Audiencia Provincial de Madrid, en Auto 272/2011, lo dejó muy claro: el cumplimiento de los programas escapa al control jurisdiccional.

No es ajena a esta cuestión la dicotomía democracia directa/democracia representativa o, lo que es lo mismo, soberanía popular/soberanía nacional. En la democracia directa, los electos deben cumplir las instrucciones de los electores y son directamente responsables ante ellos, de tal manera que tienen el deber de ajustarse a su voluntad, pudiendo ser removidos de su puesto en caso contrario. Aquí juega el mandato imperativo.

Pero en nuestro sistema, el artículo 67.2 de la Constitución prohíbe este mandato imperativo propio del primer Estado liberal representativo en el que los parlamentarios eran considerados conseguidores ante el Rey de aquellos objetivos que los representados, nobles y terratenientes, encomendaban en el denominado «cuaderno de instrucciones» a sus mandatarios.

Se da, sin embargo, la paradoja de que nuestra Constitución, de alguna manera, ha sustraído al pueblo el vínculo natural que le une a sus representantes para otorgarlo a los partidos, que en este caso sí someten a los elegidos a un férreo mandato imperativo a través de la disciplina de la organización, impuesta coactivamente a los disidentes bajo la amenaza de multas y sanciones.

En definitiva, nos engañan y nos dejamos engañar. Así es el juego de la política.

Es conocida la frase que algunos celebran como una afortunada ocurrencia de Tierno Galván: «Las promesas electorales se hacen para no cumplirlas», que, en el fondo, proclama el ocaso de la democracia. A mí me gustaría que calara el mensaje de Clint Eastwood: «El país es nuestro, los políticos son nuestros empleados».



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