Las aguas del Danubio

Sorteando robles, olmos y  castaños hemos llegado al centro de Europa. 

En estas horas de un agosto abrasador, el pájaro moscón y el oropéndalo esparcen su trino en las orillas del Danubio buscando sombras. Tenemos un encuentro con Budapest, Viena y Praga. Cada una de esas ciudades,  destruidas en la Primera Guerra Mundial tras el regicidio  en Sarajevo, y otra vez convertidas en carcoma, sangre y muerte en el II conflicto global, siguen siendo  hospitalarias con los andariegos. 

Transita conmigo  una  obra de Joseph Roth, “Job”, drama bíblico centrado en una familia judía perteneciente a esta Europa.

Para los hombres de mi generación, los de la posguerra, el estraperlo y los caminos tortuosos de la emigración, Roth era el personaje contador de historias en las cuales nos apoyábamos para sobrevivir, ya que ese sufrido ser nacido en Galitza, de padre austriaco y madre rusa, ha sido el contador de las más fascinantes relatos de la literatura europea del siglo XX, el mismo que dejó en los dos crueles conflictos millones muertos y medio continente  convertido en cenizas. 

 “Job”, es un relato soberbio de la primera sílaba a la última. Cuenta una historia de la misma forma en que lo pudiera haber hecho el viejo abuelo al calor de la lumbre, en una de esas interminables noches del invierno estepario.

Su primera página comienza así:

 “Hace muchos años vivía en Zuchnow un hombre llamado Mandel Singer. Era piadoso, temeroso de Dios y muy sencillo: un judío común, corriente,  que ejercía la modesta profesión de maestro. En su casa, que se reducía toda ella a una amplia cocina, enseñaba la Biblia a un grupo de niños. Lo hacía con verdadero celo, pero sin notables resultados. Antes que él, miles de hombres habían vivido y enseñado de la misma manera.”

 Si eso no es hermoso, claro  y totalmente descriptivo, que venga el Señor de Abraham  y lo vea. Es más, cualquiera de los lectores que ponga sus ojos sobre esta columna, podría exclamar : “¡Si esto lo puedo escribir yo!”. No cabe duda, ya que ahí, y no en ningún otro lugar, está encerrado lo recóndito de la buena literatura.

Recuerdo ahora, en la habitación del hotel Ananas de Viena, con esas  páginas entre las manos, lo expresado en esta misma ciudad de los Habsburgo, estando de paso hacia Belgrado, hace dos lustros.

El cómplice de viaje, profesor de literatura en la universidad de Timisoara, era un incondicional de Roth,  lo había estudiado con pasión y ese afecto lo había inculcado a sus alumnos.

 A él le parecía doliente que el escritor no estuviera en la lista de los libros de autores judíos que conmovieron al mundo, y recordaba “Veinticuatro horas en la vida de una mujer”, las sensibles páginas de Stefan Zweig; “Oscuridad al mediodía”, el relato de las injusticias de Arthur Koestier y, “El esclavo” de Isaac Bashevis Singer.

La cuartilla y media se hace corta, se termina. Fura del hotel, Viena, la capital de Austria, la ciudad mutilada en “El tercer hombre” de  Graham Green, sube a la noria  del Prater y contempla su presente en la fuente de las Náyades.

 Job apaga la sed con un poco de agua del Danubio.



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