Luisito quería un tambor

Luisito estaba a punto de cumplir seis años, pero de mucho tiempo antes le venía una afición musical que inició un día que su madre le puso un plato de sopa de tomate, descubrió que la odiaba y comenzó, en protesta, a golpear la mesa con la cuchara, descubriendo que la percusión era el sonido que más le gustaba de todos cuantos captaban sus oídos que, por el tamaño que tenían, podían considerarse rotundamente exagerados.

         Luisito había venido al mundo el 31 de diciembre, Nochevieja, perdiéndose por media hora el hacerlo en Año Nuevo. Luisito nació mostrando la misma falta de originalidad que millones de bebés, pues lo hizo berreando y poniendo cara fea.

         Las Navidades que Luisito iba a sumar sus seis años pidió a Papá Noel (sus padres era modernos y, en cuestiones religiosas “del sol que más calienta”) en una carta que le salió con letras muy desiguales pero lo suficientemente claras para poder leerse que pedía un tambor.

        Sus padres imaginando que, con lo que le gustaba a su hijo la percusión se pasaría el día tocando este instrumento y volviéndolos locos con su infernal ruido, se pusieron a pensar en la manera de no comprárselo y que el niño no se pusiera como un basilisco gritando a todo pulmón, órgano que tenía duplicado y con un poderío que envidiaría más de un notablemente bien dotado cantante de ópera.

        Por tratarse de un matrimonio muy avenido a ambos se les ocurrió, a la vez, la solución posible y la expusieron a dúo:

        —¡Ya está! Como nuestro hijo no especifica qué clase de tambor quiere, diremos que Papá Noel ha interpretado que gustándole tanto como le gusta el chocolate le ha traído un tambor de chocolate!

        Y así lo hicieron. Cuando Luisito vio el tambor de chocolate y sus padres pretendieron aminorarle el disgusto que creían se había llevado el pequeño:

         —Que bien, un tambor de chocolate con lo muchísimo que te gusta ¿verdad, nene?

          Su hijo con la boca llena de rico chocolate, manifestó muy contento: 

        —Sí, ha hecho bien Papá Noel, porque el 31 es mi cumpleaños y el regalo que me pido es un tambor marca Bruch.

        Sus progenitores se miraron consternados y, cogidos de la mano, resignados, se dirigieron a la farmacia más cercana a comprarse unos excelentes tapones para que sus oídos no tuvieran que escuchar el tambor que irremediablemente se creían obligados a comprarle al hijo que les había nacido tamborilero.

 



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