A mi viejo ordenador

No es excesivamente habitual hablar de las cosas que uno emplea a diario y que suelen sernos de una utilidad primordial.

         A mí me costó mucho dejar la máquina de escribir y pasarme al ordenador. Pensaba que este artilugio de teclas blandas y una pantalla en vez del papel blanco de toda la vida no me funcionaría bien. Aparte de esto imaginaba que, como ocurre con tantas cosas mecánicas, cuando el ordenador se estropease (y supuse que se estropearía a menudo) me resultaría difícil encontrar personas entendidas que pudieran arreglarlo.

         Por fin cediendo a los consejos de mis hijos, que superan con creces mi aceptación de lo nuevo y, por nuevo poco conocido, metí un ordenador en mi vida, y este “invento del demonio” (lo digo cariñosamente) me cambió la vida. Se acabó el uso del engorroso típex cada vez que me equivocaba en una letra y el reescribirlo todo cada vez que quería cambiar de sitio el capítulo de la novela que estaba escribiendo.

        Al principio, las averías que tuve, me costaron un ojo de la cara que me las arreglaran (que no se preocupen los que me quieren bien, que actualmente ya vuelvo a tener los dos), y a menudo el arreglo me duraba poco y entonces, con la boca pequeña, decía que contaba con menos problemas cuando empleaba la máquina de escribir de toda la vida.

         Mis hijos han crecido (bendita sea su alma) y uno de ellos, que es un “hacha” en Informática, me ha resucitado el ordenador muerto cambiando el disco duro roto, por otro nuevo. Y pienso que este ordenador, que me ha servido durante años y con su ayuda he logrado un par de modestos galardones literarios, merece reconocimiento y fidelidad. Y prueba de que lo pienso así, son estas pocas líneas que acabo de escribir en su honor.



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