La sombra del ciprés es alargada

La sombra del ciprés es alargada

 Es una novela hermosa de nuestro escritor castellano Miguel Delibes: La sombra del ciprés es alargada. Ambientada en una ciudad como Ávila, austera y amurallada, en donde la vida sencilla se desarrollaba en esa calle trasversal de Villaespín. Esta novela, marcará un antes y un después en la narrativa española, y parece que está especialmente escrita para ser leída en noviembre, cuanto el otoño ceniciento nos sume en la nostalgia más noble llena de melancolía, y la liturgia nos lleva al recuerdo de los santos todos y a la memoria de nuestros difuntos.

         Hay un pesimismo en la novela de Delibes, cuando Don Mateo Lesmes maestro del niño protagonista, debe ir descubriendo al pequeño huérfano Pedro la vida misma con todos sus entresijos, con todos sus registros. Se ve que aquel honesto maestro, no podía por menos sino proyectar en su pupilo la tristeza de su propia vida, el derrotismo que llevaba dentro, que era lo que respiraba y expiraba a la hora de contar cómo están hechas las cosas y cuáles son su secreto.

         La sombra del ciprés… Es el árbol más sagrado de nuestros camposantos, en donde su misma estructura erguida nos educa a mirar hacia lo alto como si su altura y su vector nos estuviesen provocando para levantar vuelo, para elevar los ojos, hacia algo más grande y más sólido que una coyuntura fugaz, tantas veces rehén de los malos augurios y de los mal agüeros. Pero este alargamiento de la sombra de nuestro ciprés, no tiene nada de frívola escapatoria como si nos andásemos por las nubes o nos quisiéramos con ellas enredar. Es simplemente una indicación, una invitación, en donde nadie es suplido ni forzado a cosas distintas a su propio destino.

         El mes de noviembre, con su “amagüestu” asturiano al llegar la seronda otoñal en nuestra dulce y amable tierra, nos llena de esta sensación que pone lumbre en la esperanza. No hace falta que andemos importando ritos ajenos y leyendas extrañas, cuando la larga tradición cristiana nos invita a algo tan nuestro como ver los árboles como donantes de hojas, nuestros senderos campestres alfombrados de ellas, nuestros parques y bosques en esa purificación de ramas y ramajes para aprender a ir a las raíces de lo que propiamente es esencial.

         Es en este ambiente, donde nosotros rezamos por nuestros seres queridos que nos han precedido en la vida, en la fe y en la esperanza para ellos cumplida. Los tenemos presentes como quien recuerda con agradecimiento a quienes en nosotros dejaron su bondad y su imborrable semilla. Y por ellos musitamos una oración, traemos a la memoria su paso y su sonrisa, mientras fortalecemos la firme convicción de que para ellos y para todos nosotros nos aguarda esa otra vida que Cristo nos ganó con su resurrección.

         Tiempo de evocaciones, de sombras alargadas, de cipreses enhiestos sin ser altivos, que nos recuerdan con sobria dulzura que las tristezas tienen caducidad cuando dejamos entrar la esperanza. Por mucha que pueda ser la apretura, siempre cabe esa vía de apertura que no tiene el desenlace casi desesperado del Don Juan Tenorio de Zorrilla, ni la frivolidad de quien cree que aquí no pasa nada. El ciprés es como una flecha, que bien arraigada en el suelo de la tierra, sabe soñar venturas de cielo que saben comenzar cada alborada. Así habría que traducir la esperanza a quienes por tantos motivos tanta desesperanza sufren en nuestros días, y así también deberíamos recordar a quienes se nos adelantaron en la vida y en el trance de morir, sabiendo que la muerte no tiene la última palabra.

    

     + Fr. Jesús Sanz Montes, ofm
         Arzobispo de Oviedo

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