8 de marzo, Día de la Mujer: trabajadora, parada, inmigrante, joven, vieja… esto por dejar primero clara la nomenclatura, que volvemos para atrás en todos los sentidos. Me preguntaba en una entrevista una estudiante que había leído todas mis novelas, ante el hecho de que siempre se encuentran en ellas protagonistas del “club de las mujeres fuertes”: ¿Deduzco que eres feminista?, mientras me miraba con la curiosidad de quien contempla un dinosaurio.
Y allí me encontré disertando sobre aquel tiempo en que las mujeres que salían de noche o fumaban eran consideradas unas putas, donde no expedían anticonceptivos –no digo ya la píldora del día después- más que en una farmacia cuasi clandestina, el aborto estaba penado con cárcel, las mujeres no podían emigrar sin el consentimiento de su padre o marido y del cura, no podían heredar ni contratar ni abrir una cuenta bancaria, separarse –no existía el divorcio- estaba considerado “abandono del hogar” y castigado con la cárcel, había un sinfín de trabajos excluidos para las mujeres que, si además trabajaban, su sueldo era inferior al de los hombres, podían ser maltratadas y violadas en familia sin que se considerara delito, estaban obligadas a vestir “decorosamente” y cubrirse con mantilla si iban a misa… y un largo etcétera que se basaba en la máxima nacionalcatolicista: la mujer, la pata quebrada y en casa. No teníamos condición de ciudadanas, de personas libres, debíamos obediencia al padre o al marido… Ante este panorama de desigualdad e injusticia, de opresión, le dije: ¿Quién no era feminista? Si las viejunas no hubiéramos sido feministas, las jóvenes no seríais dueñas de vuestro cuerpo ni vuestro destino.
Queda muy bonito dicho así, ¿verdad? Pero, ¿lo somos? Volvamos a la realidad y observemos el terreno. Conseguimos el derecho al trabajo, sí, pero con salarios inferiores a la media, subrepresentadas en los consejos de dirección y altos mandos de las grandes empresas y bancos –donde se corta el bacalao-, y sobrerrepresentadas en los empleos relacionados con el cuidado y la educación de las personas. En el hogar, nuestro papel como cuidadoras de toda la familia nos convierten en las principales demandantes de ayudas y servicios sociales porque cuando los gobiernos se desentienden de niñas, ancianos, enfermos o personas con autonomía restringida son las mujeres quienes se hacen cargo. Se vuelven a poner en cuestión el derecho al aborto libre, a decidir sobre el propio cuerpo y la maternidad, a controlar nuestras vidas. Seguimos cargando con la rémora de una Iglesia católica reaccionaria que domina el espacio público y vemos como el dinero público se destina a financiar colegios religiosos que priman la segregación. Si se han cargado la educación para la ciudadanía, que voy a decirles de la educación sexual, cuya tibiedad desde una perspectiva de género nos lleva a ver esas parejas adolescentes donde se reproducen víricamente los comportamientos y actitudes machistas que creíamos, ilusas, ya olvidados. Y es que el machismo mata: no olvidemos a las 15 mujeres muertas en los dos primeros meses de este año 2014. Y recordemos que los recortes en salud, en educación, en bienestar… están afectando muy especialmente a las mujeres que alcanzan niveles de pobreza nunca vistos. Y, dicho esto, les pregunto: ¿Quién no es feminista?
No solo hoy, todos los días, en todas las trincheras, la lucha continúa, compañeras.