En el momento en que el feto tiene ya un tiempo se perciben en él las formas y algunas de las funciones que tendrá ese ser humano cuando, maduro, viva fuera del seno materno; incluso, es capaz desde muy temprano de percibir, a través de la madre, señales del mundo exterior y de responder a algunos estímulos de su progenitora. Y cuando, en los primeros días, aún no está conformado para ello, su ser contiene el devenir de ese futuro inmediato, «es», por tanto, ese futuro. La interrupción de un embarazo constituye, pues, incontrovertiblemente la eliminación de una vida. Y, por verlo en sus exactas dimensiones, en los casos en que suprimimos esa vida por razones de malformación del nasciturus no actuamos de forma distinta a aquella con que actuaban los espartanos al arrojar desde el monte Taigueto a los recién nacidos que presentaban alguna deformidad. No verlo así entraña falta de imaginación, ceguera voluntaria o la fe que da el discurso ideológico. Así pues, no hace falta creer que el feto contiene ínsita una porción divina inmortal ni recibir ningún mandato de ninguna autoridad religiosa para ver en un concebido una vida humana que eliminamos al practicar un aborto. He ahí la parte de razón de Gallardón.
Ahora bien, frente a los pájaros o los animales, los seres humanos no abandonamos el nido a las pocas semanas ni nos valemos pronto para caminar: son necesarios años de atención, sustento y protección por parte de los padres, y sobremanera o principalmente de la madre. De modo que el hecho de dar a luz a una nueva criatura implica un costoso y complejo esfuerzo a lo largo de tiempo. Por otro lado, y en nuestro mundo (dícese «contemporáneo y rico»), el niño ni siquiera puede constituirse desde temprana edad, como antes, en un auxiliar de ciertas tareas («el más roín, a por agua y al molín», manifiesta el refrán asturiano), por lo que no puede aportar compensación alguna al gasto que supone. De esa manera, la descendencia supone, en el presente, compromiso, esfuerzo y desembolsos mayores aún que en el pasado. Si a ello añadimos la irracional legislación que, a golpe de legislaturas, va añadiendo cargas y responsabilidades a los padres privándolos al mismo tiempo de capacidades para dirigir a sus vástagos o tomar decisiones sobre ellos, entenderemos que la decisión de ser madre, cuando es consciente, solo puede tomarse desde una decidida conjunción de voluntad y amor, pues solo esos dos vectores pueden poner los medios para sostenerse en un camino tan largo y tantas veces tan complicado. Pensemos, por otro lado, en qué gana nadie, ni la sociedad ni el nacido no abortado, cuando los infantes ven la luz en familias que los maltratan, torturan, drogan o matan de hambre.
Es cierto que el Estado, en beneficio de la sociedad y de la «polis», podría tener interés en propiciar los nacimientos. En ese caso podría convencer a las futuras madres para que entregasen a sus hijos al Estado, siguiendo aquella tradición romana de la Columna Lactaria, donde quienes no tenían medios para mantener a sus hijos los abandonaban, o la nuestra tradicional de los tornos de los conventos. Pero cabe preguntarse por la felicidad de esos ciudadanos criados en esos centros de expósitos.
De modo que, en relación con el aborto y la legislación sobre maternidad y nacimientos, no parece aceptable otra norma por parte del Estado que la que otorga a la madre el derecho de decisión, tanto por las consecuencias que para su salud podría entrañar el concebido como por el compromiso por lustros que para con la descendencia adquiere. Eso sí, no hagamos del aborto un discursillo político o lo convirtamos en una acto trivial sin efectos. Se trata de la supresión de una vida, en estado más o menos avanzado; y, por lo tanto, de una grave decisión moral, como corresponde a una especie —la nuestra— y a una circunstancia —el siglo actual y nuestro estado de riqueza y complejidad social— que se ha separado tanto de la naturaleza. Porque en el puro estado de naturaleza los partos simplemente son y los hijos simplemente vienen: ahí no existen los actos morales porque ahí no hay decisiones. Es al alejarse del estado de naturaleza, al humanizarnos, cuando por saber, prever y poder nos vemos en la disyuntiva de sopesar y tomar decisiones sobre nosotros y sobre los demás; decisiones morales, pues, siempre conflictivas, siempre dudosas, muchas veces dramáticas. Y esas decisiones morales que se generan en el individuo y se toman en actos sobre sí mismo no corresponden al estado, sino a la persona.
Lo que al respecto le cabe al Estado, por razones morales también o por razones existenciales de la propia sociedad, es hacer tomar consciencia de la grave decisión que es concebir (sorprende que año tras otro el número de abortos no baje en España de los cien mil) y alentar los nacimientos mediante varias vías: garantizando el menor costo para los hijos durante la infancia y la juventud; haciéndose cargo, directamente o a través de la adopción, de los hijos nacidos pero no sostenidos; modificando la legislación de adopciones y, finalmente, eliminando, para favorecer precisamente las adopciones, toda esa estúpida metafísica legislativa que tutela los derechos de los genes frente a los de los padres constituidos en tales por el amor y el esfuerzo.