La segadora de ancianos

En el mismo instante en que el  ser humano siente la llegada de  esa edad en que se inicia el umbral de la ancianidad, comenzará a repetirse las palabras del samsara  en el mundo hindú: Uno no es joven ni viejo, vive.

Vana esperanza aún  siendo una certeza, ya  que el trascurrir del tiempo es inexorable, y lo más que podemos hacer es vislumbrar, con el estoicismo posible,  el último recodo del camino. 

La guadaña  que maneja el Coronavirus se ha encarnizado  con la vejez. Esa toxina fulminante ha sido un machete despiadado, insaciable. Sucede el mismo desprecio que se ha venido pronunciado a lo largo de la historia humana: pieles  rotas, carne y huesos sobrantes en  la edad caduca.

La pandemia se ensañó de forma nefasta con los grupos de  mayores a partir de los 65 años. En España, unos  19.500 residentes en hogares de cuidados, fallecieron en los tres primeros meses del infernal virus. A ese ritmo sucedió en la mayoría de los países. En los Estados Unidos la cifra llega  actualmente a los 54.000 y el número acongojado sigue sumando almas.

Los ancianatos son hoy la toxina de territorios comanches, surcos baldíos donde van los afluentes de la subsistencia humana a sucumbir al gran río de Aqueronte.

Allí, en esos geriátricos de la tercera edad -  a la medida   de la caridad de unos y el abandono de otros -  amontonaron, igual a trastos inservibles, a docenas de seres que rumian sus agonías entre el tiempo perdido y la zozobra de  la Parca agazapada en la espalda.

En  estos tiempos el  Don Dinero ayuda  a que la alta edad sea más llevadera, a la vez que se obtienen  los adelantos de la geriatría para las personas con más poder económico.

El epicentro de las valías humanas se ha desplazado. Uno no camina,  corre, y en ese torbellino se lleva remembranzas y ternuras, al encuentro de  la última estación cuyo tranvía parte sin regreso a la hora que marca el destino inapelable.

El mundo actual posee  una existencia que hace un siglo era nula, y así será en adelante si apelamos a las ideas claras para no rasgar lo conseguido que es bueno y dadivoso.

La muerte es un atributo que no engaña. Cumple fielmente su destino prefijado.

Partir del refugio de la vida es  un desasosiego  congénito, y aún así, todo depende de nuestro talante a la hora de dar los últimos pasos de la existencia. 

En los antiguos pueblos la ancianidad era reverenciada al representar el concepto  de lo que robustece a una casta a través de los siglos como  fuerza privativa de los valores imperecederos.

Y algo más: lo vivido es un ritual armonioso de  las alegorías  que hemos poseído a lo largo del camino. A tal razón,  deberíamos romper la soledad si la misma llegará simplemente para envolvernos.

Siempre se ha sostenido en pie, que se necesita un desasosiego para cortejar la soledad. Los anacoretas en el desierto abrupto eran transgresores de la propia  realidad, personas en recónditos lugares donde la vida se les iba  disipando inapelablemente y solamente deseaban una misión  sacrosanta: esperar la barca de Caronte. 

Mal puede uno mismo  subir a esa gabarra no sabiendo nadar.

En mitad de estas líneas y el Coronavirus que nos persigue, algo es seguro: nuestro cuerpo   ya no es joven y pervive al sostén de los vientos empujados donde  encalló el espíritu desmembrado.  

Ya sentados en ese tablón  camino del gran viaje,  lo que aún pudiera quedar de la substancia serían unas mariposas amarillas entre los  versos de Walt Whitman, convertidos ahora en necesarios  anhelos hasta el final del piélago  marcado sobre la luz que nos aleja.  

De la década actual, sobre el ungido  año  2020, quedará por los siglos de los siglos el endiablado Coronavirus, esa apotema que nos hizo liar los  bártulos y con ellos tener la certeza que una  ponzoña, un protozoario de presencia insignificante, puede acabar con la raza humana. 

Ya no necesitamos arsenales nucleares para destrozarnos. Con un laboratorio casero, creamos el Big Bang del Apocalipsis y la raza humana finiquitará el Universo en un estallido que irá mutilado – en primera fila -  las alucinaciones  de las almas más longevas.



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