La ley y sus ultrajes

Los seres humanos estamos mal cocidos y la violencia es el pan de cada día; tanto  así que poseemos datos que nos dicen que  hace 35 siglos,  en las estepas prodigiosas  de Uruk, baja Mesopotamia, el vigoroso Enkidu hizo el amor carnal  apasionadamente con la bella Lalegre, y en ese lecho inflamado de fogosidad,   germinó,  cual relámpago que no cesa,  la epopeya de Gilgamesh envuelta en guerras que  continúan ensangrentado el planeta azul. 

 Hay quien  cavila que la violencia juega un papel primordial en el contexto del avance de las civilizaciones. Lo dudo, pero al no ser un estudioso de las reacciones del ser pensante ante la supervivencia, lo sitúo  de lado,  no sin dejar por medio que nos seguimos destrozando  en nombre de ideas  resecas, y aún así somos capaces de las más sublimes heroicidades.   

Recordemos  la destrucción de las Torres Gemelas en Nueva York. A los pocos días  Noam Chomsky lanzó una diatriba  a favor de un  “civilizado” fanatismo. Tal vez deberíamos haber preguntado a los cientos de víctimas, si ese método de implantar la dinámica social de la exacerbación,  les habrá sentado bien a los propios cuerpos desmembrados. 

En los tiempos del terrorismo vasco, las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia, Al Qaeda, Hamás, Hermanos Musulmanes, Grupo Abu Sayyaf, el Partido de los Trabajadores de Kurdistán o  los divididos grupos armados en Líbano y Palestina, ponen una bomba en un supermercado repleto de seres inocentes o un carro cargado de explosivos en una avenida o paseo abarrotado de público, ¿lo harán por ayudar a la civilización a avanzar hacia un futuro más prometedor, justo, hermanado  y con pleno resultado feliz?  

Muy posiblemente para los muros desnudos acicalados de palabras ese sea el camino. Hay una auténtica antología de la violencia justificada:  

“Más vale morir de pie que vivir arrodillado”; “La revolución es una necesidad cuando la paz es una vergüenza”; “Ante la violencia reaccionaria de los de arriba, la violencia revolucionaria de los de abajo”. Y el eterno slogan: “Libertad o muerte”.  

Matizo ahora, sobre estos negros renglones que rasgueamos, que aún  con toda la inteligencia que desborda a cada hombre y mujer, seguimos siendo criaturas débiles, frágiles, casi briznas de algodón dentro de los vaivenes de la débil existencia, ya que cualquier manotazo canallesco nos deja desvaídos y convertidos en un ungüento de calamidades. 

No estamos añadiendo nada  desconocido cuando exponemos que los extremistas, sean del símbolo político  que asuman sus embestidas,  viven a expensas de  los valores democráticos, que  permiten a  los llamados  revolucionarios el clima idóneo para sus fechorías. En las dictaduras eso es imposible. 

 La lucha  en pleno siglo XXI es contra el brutalidad  y debe ser global ya que, como afirmaba  un político galo, “el desafío que representa es realmente global. Ante ese panorama no debe existe neutralidad”. 

Ejemplo: La violencia en Cataluña  y apoyada  por el  “Parlament” es una fanfarronada institucional esotérica, ya que desobedecen conscientemente   un dictamen del Tribunal Constitucional de la nación.   

La intimidación contra el precepto establecido,  base  para entendernos y respetarnos, sostén de toda libertad, es una depredación que debe ser tratada  como  acto siniestro en que la humanidad, en cada época, ha llevado sobre sus cuarteados hombros.

 



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