Recuerdos romanos

Stendhal,  autor  de  “La Cartuja de Palma”, por citar uno de sus novelas,  ha estado cabalmente situado para indagar las ambiciones,  fatalidades del poder y el esplendor de la belleza, de una forma que pocos como él  estimaron en profundidad, siendo así que el escritor nacido en la localidad francesa de Grenoble en 1783,  con el nombre de bautismal de  Henri Beyle, es un ser excepcional.

Al detallar unas piedras antiguas, unos frescos o simplemente un paisaje, Stendhal se convierte en el primer precursor del turismo tal como lo conocemos hoy, aunque ya no se mire con  igual celo y conocimientos de antaño, a razón de la prisa que nos envuelve. Viajamos más indudablemente, y aún así  observamos menos, lo que traduce en aburrimiento y cansancio.  “Paseos por Roma” es producto de tres viajes a Italia  - en realidad cuatro - , el primero en 1800 cuando va con las tropas de Napoleón y se  instala, siendo subteniente de caballería, en Milán. Once años después y  soñando con dejar los laureles de la guerra por los del teatro,  va a la “Ciudad Eterna” y da comienzo  su “Historia de la pintura en Italia”. Allí  caer en los brazos de Angéline Bereyter,  y es el  comienzo de un interminable remolino de amores en las tierras de Petrarca.  

En julio de 1827,  al  haber sido expulsado por la policía austriaca  de París, de la que eran dueña de la ciudad, se encamina con un grupo de amigos entre los que hay varias damas, a Nápoles, Ischia, Roma y Florencia.  'Paseos por Roma' -  libro que mientras hilvano estas líneas está en la mesita de noche de un hotel de nombre  'París' en la Vía Firenze –   esa zona de los alrededores de la Estación Termini, a un paso de la Plaza de la República y el Teatro de la Opera, en  la ciudad perenne de las termas de Diocleciano.  

Y aquí nos hallamos – es una exageración -  como las tropas de Giuseppe Garibaldi cuando pedía a sus soldados, antes que lo hiciera Winston  Churchill, “hambre y sed”,  para salvar a la patria italiana que en esos momentos era representada únicamente por  Roma como unidad histórica de la nación.  

Aun así no hemos venido a luchar a no ser con el fuerte  calor y contemplar de pasada la gaviota reidora que sobrevuela las orillas del Tíber y anida en los puentes, mientras seguimos asombrándonos, como si fuera la primera vez, del fascinante castillo de San Ángelo, al que acudimos todos los días camino del Vaticano a pasar varias horas.  

Con nosotros, en una pequeña mochila de turista despistado, va, entre otros cachivaches, el primero tomo de ese “Paseos por Roma”, en donde Stendhal, en una especie de prólogo de advertencia, dice que cada artículo – en realidad es un diario – es el resultado de un “ir andando”, y fue escrito sobre el terreno o por la tarde al regresar al hostería.  

“Supongo – dice – que alguna vez alguien llevará uno de estos volúmenes en su bolsillo al recorrer Roma por la mañana...” Francisco de Quevedo, en su  soneto “A Roma sepultada”, marcó la esencia de la urbe en versos adheridos al musgo de sus  piedras milenarias: “Buscas en Roma a Roma, ¡oh peregrino!, 

y en Roma misma a Roma no hallas:

cadáver son las que ostentó murallas, 

y tumba de sí propio el Aventino.”  

Viajeros con ansias de mirar y ver, todo se vuelve atisbo asombroso. Con todo, lo observado será más nuestro al recordarlo.        



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