Sonrisas lóbregas

  Se cumple un año de los atentados de Cataluña  - también conocidos como los asesinatos  de La Rambla de Barcelona y la población de Cambrils  en Tarragona -,  que han dejado 15 personas muertas y docenas de heridos. Analizarlo hoy es la mejor manera de no olvidar tan espantosa barbarie.

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Es bien sabido que en los  gobiernos despóticos no  pulula el terrorismo por la misma razón que los calvos no tienen piojos: falta el espacio de movimiento y las facilidades individuales  de la democracia. “Es precioso que exista pelo y libertad para que puedan quedarse y proliferar unos y otros”, se dice con plena  causa y razón.  

Todo extremista cree disponer de con conclusiones  válidas para cometer su acto sanguinario.  Puede despreciar esa sangre y es posible igualmente que se  acongoje ante los  cuerpos destrozados como resultado de su acto y, aún así, siempre tendrá a mano una justificación válida para su brutal acción.  

El héroe ruso de  Fiódor Dostoievski llamado Raskólnikov  en “Crimen y castigo”, al referirse a los seres superiores que actúan movidos por un afán transformador, dice con arrebatador cinismo: “Si para realizar sus ideales es preciso derramar sangre y pasar por encima de los cadáveres de los que constituyen un obstáculo, pueden hacerlo con plena conciencia de sus actos, siempre que sea en beneficio de un ideal, no con otro fin”.  

Y en “La fiesta del Chivo”, el conocido libro de Mario Vargas Llosa  - y uno de los mejores de autor peruano – centrado en el dictador dominicano  Rafael Leónidas Trujillo,  hay unas palabras entre el sátrapa y el pequeño Joaquín Balaguer - en ese momento gobernante del país por decisión suprema del generalísimo -  que son todo un tratado para comprender el terrorismo de Estado tan en boga durante muchas décadas en las naciones latinoamericanas. Le dice el también llamado “El Chivo”:

 “Usted, Presidente Balaguer, tiene la suerte de ocuparse de aquello que la política tiene de mejor: leyes, reformas, negociaciones diplomáticas, transformaciones sociales. Así lo ha hecho treinta y un años. Le tocó el aspecto grato, amable, de gobernar. ¡Lo envidio! Me hubiera gustado ser sólo un estadista, un reformador. Pero gobernar tiene una cara sucia, sin la cual lo que usted hace sería imposible. ¿Y el orden? ¿Y la estabilidad? ¿Y la seguridad? He procurado que usted no se ocupara de esas cosas ingratas. Pero, no me diga que no sabe cómo se consigue la paz. Con cuanto sacrificio y cuánta sangre. Agradezca que yo le permitiera mirar al otro lado, dedicarse a lo bueno, mientras yo y otros teníamos tranquilo al país, para que usted escribiera sus poemas y sus discursos. Estoy seguro que su aguda inteligencia me entiende de sobra”.  

Y Balaguer comprendía bien al saber que los actos de pavura en cada gobierno son  como una intrincada madeja de hilo, en la que se puede saber donde está el principio, pero jamás el final.  

El extremista no es cruel, sino idealista, que en este caso es mucho peor.  “Arrojé la bomba contra la tiranía, no contra un hombre”, dice el anarquista de Albert Camus en “Los justos”.  

Los fanáticos terroristas que hoy pululan en los países europeos venidos de naciones musulmanas, cuando son detenidos tras haber cometido una barbarie despiadada,  suelen lanzar una carcajada diabólica, levantan los pulgares  de ambas manos hacia arriba en señala de victoria y  gritar:  “¡Alá  es el más grande!”.  

Esa sonrisa, mascarón de proa del fanatismo, más que cualquier manual dedicada al tema, explica la esencia lúgubre del terrorismo inhumano en todas y cada una de  sus vertientes.



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