La Sindicatura de cuentas: entre la legalidad y la ética

 Cuando mi hija me pregunta qué cargo o puesto querría desempeñar si me reencarnara, siempre le contesto que seleccionador nacional de fútbol o miembro del staff de un órgano fiscalizador o de consulta. A mi juicio, son las mayores canonjías que ofrece el panorama nacional: el seleccionador nacional de fútbol trabaja ocho días al año y el resto lo dedica a viajar, cobrando un sueldo millonario; los integrantes del staff de un órgano fiscalizador o de consulta dirigen los informes que otros hacen, imparten doctrina a diestro y siniestro, cobran un sueldo nada desdeñable, viajan sin límite y no asumen responsabilidad alguna por sus decisiones. Sorprende, por tanto, el irrespirable clima de crispación creado en la Sindicatura que puede acabar con esta bicoca. Y esta reflexión no la hago con desprecio, sino con sana envidia. Nuestra comunidad autónoma, emulando la arquitectura institucional del Estado, creó la figura del Procurador General (cuya denominación histórica patrociné), la Sindicatura de Cuentas y el Consejo Consultivo. Ninguno de ellos resultaba necesario porque sus funciones las venían desempeñando el Defensor del Pueblo, el Tribunal de Cuentas y el Consejo de Estado, respectivamente, pero eran tiempos de bonanza económica en los que no se reparaba en gastos. La verdad es que no tuvimos mucha suerte. Al Procurador General, alto comisionado de la Junta General para la defensa de los derechos fundamentales, lo mató la política. Ya lo habíamos advertido en el prólogo del libro de comentarios a su ley reguladora que escribimos en el año 2006. Decíamos en aquella ocasión en relación a las características que debía de reunir el nombrado: «no debe provenir de cargos a los que haya accedido por el cauce de los partidos políticos, con independencia económica de origen (para que la designación no se convierta en su modus vivendi) y de destino (para que dejar de ser Procurador General no se convierta en un problema vital). Si el Procurador General es defensor del pueblo frente a los poderes públicos, ¿cómo podría defender al pueblo frente a tales poderes si proviene de ellos, o a ellos quiere volver?». Estas recomendaciones fueron desatendidas y el órgano murió de asfixia. El problema en la Sindicatura es distinto, pero de resultados letales para el órgano. El origen hay que buscarlo en el excesivo personalismo del Síndico Mayor y en su supuesta falta de lealtad y adulteración de la realidad, según manifiesta uno de los síndicos en escrito dirigido al Presidente de la Junta General, alguno de cuyos fragmentos me fueron leídos por fuentes próximas a uno de los partidos que ha iniciado el trámite de destitución del Síndico Mayor. Son acusaciones graves pero que, aun así, dificultan cualquier actuación por parte del Parlamento para proceder en consecuencia. Los síndicos, una vez elegidos, son inamovibles, lo cual parece lógico por cuanto que su mandato no puede quedar al albur de que los informes de fiscalización que dirigen sean o no del agrado de quien los eligió. Este blindaje es común en este tipo de órganos. De ahí que las causas de pérdida de la condición de Síndico estén tasadas y deban acreditarse de forma fehaciente. De ahí también que la decisión de algún síndico de poner su cargo a disposición de la Junta General sea un brindis al sol. Una vez elegidos, la Junta General no los puede remover libremente, como sí sucede en la mayoría de los cargos públicos. La única alternativa ante la crisis de confianza es la renuncia. Se produce así una pugna entre la legalidad y la ética. Se dice en el Lecho de Procusto: «Los hombres débiles actúan para satisfacer sus necesidades, los más fuertes para cumplir sus deberes».      



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