Tribunal Constitucional, Gobierno y Cataluña

Los independentistas catalanes me recuerdan al chulo que todos hemos padecido en el colegio, al que tuvimos que parar los pies cogiéndolo por las solapas y leyéndole la cartilla, comprobando desde ese mismo momento que toda su valentía se le escurría por los pantalones.

Ocurre que en el caso que comentamos quienes deben plantar cara a los órdagos de los bravucones catalanes, ni quieren, ni tienen credibilidad ni fuste para hacerlo.

El Tribunal Constitucional perdió toda legitimidad al poco de nacer con ocasión del caso Rumasa y no supo recuperarla nunca más. La prueba más evidente de su debilidad la constituye, precisamente, la reforma operada en octubre del pasado año a través de la que se le dota de ciertas medidas que pretenden asegurar el cumplimiento de sus resoluciones por parte de autoridades, empleados públicos o particulares. Es una regulación sin parangón en nuestro entorno jurídico. Nadie ha llegado a imaginarse que una sentencia de tan alto tribunal pudiera ser incumplida por las partes intervinientes en el proceso. Pero la legitimidad se gana día a día, actuación a actuación y el Tribunal Constitucional es presa de una hemorragia de crédito difícil de controlar a no ser refundándolo.

A sus miembros se les denomina Magistrados pero no proceden de la carrera judicial. Suelen ser catedráticos, profesores, juristas de prestigio, pero no son jueces. Esta circunstancia parece inocua, pero no lo es. Es gente con una gran formación profesional pero en muchas ocasiones, sobre todo si estamos en presencia de cuestiones de alcance político e institucional, cuando se leen sus kilométricas y alambicadas resoluciones, uno tiene la sensación de estar leyendo una teoría y no una sentencia. Ya lo dijo Pío Baroja: «escribir con sencillez es muy difícil y exige mucho tiempo». Es precisamente ese origen académico al margen de la carrera judicial el que está en la base de que el Tribunal se convierta en un laboratorio de ideas, en un germen de doctrinas más propio de otros ámbitos que de un tribunal. Son sabios, sí, pero como decía mi admirado pariente Ramón Prieto Bances: «los sabios a la Universidad».

Los independentistas catalanes son conocedores de estas patologías y campan a sus anchas. Tensan la cuerda hasta provocar la máxima tensión sabedores de que un tribunal melifluo como el que tenemos amagará y amagará, mareará la perdiz, pero sólo en una situación extrema se atreverá a cogerlos por las solapas.

¡Qué decir del otro sujeto capaz de plantarles cara, el Gobierno y el partido que lo sustenta, que estuvieron a punto de sucumbir a la tentación de votar favorablemente la posibilidad de que los independentistas catalanes tuvieran grupo parlamentario propio!

Sabiendo que el Tribunal Constitucional no es de fiar -porque no sería de extrañar que a esa actitud permisiva sumara un día una nueva teoría que diera alas a los independentistas-, qué fácil lo tendría Rajoy para abortar este permanente desafío. Para ser independientes se necesita dinero y la Generalitat tiene una deuda del 60% del PIB y está calificada de bono basura, lo que implica que no puede acudir a los mercados para obtener dinero y necesita la ayuda del Estado, ya no para inversiones, sino para pagar a proveedores.

No sería admisible que ese tan denostado Estado siguiera acudiendo en ayuda de quienes quieren separarse de España, para continuar financiando su deriva independentista.

Pero Rajoy es más melifluo aún que el Tribunal Constitucional y no sería de extrañar que continuara con esa política blandengue con quienes por su reincidencia, premeditación y alevosía se han ganado a pulso un buen sopapo institucional y económico.

Es cierto, como afirmaba Lucio Anneo Séneca que «toda la armonía de este mundo está formada de discordancias», pero el nacionalismo catalán es una aporía permanente.

 

 



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