Tierra primogénita

Uno solamente lleva en la alforja del viaje un  libro: el de la vida. Con ese tomo - pesado la mayoría de las veces, liviano las menos -  vamos haciendo como el poeta de las adelfas y el alma de nardo, caminos de la tarde.

 Hace unos días salí de la Valencia mediterránea con un calor que achicharra el aliento,  hacia el Principado, la tierra de mis recuerdos más recónditos.  Hace años que voy de tarde en tarde y, aún así siento, al pisar las sendas de mi lejana infancia, que todo mi ser sigue ahí,  real, tierno y me cobija.

 No  he venido, como sí lo hice en otras ocasiones, a escuchar el bramido del viento ni el aleteo del  mar en las estribaciones de la Playa de San Lorenzo. Recorrí el largo y estrecho barrio de El Llano, de arriba a bajo, como el antiguo tranvía y subí al Cementerio cruzando la calle Eulalia Álvarez entre edificaciones nuevas, parques  y una subida agradable hacia el camposanto.

Acudo al encuentro  de la tumba de  madre para palpar sus cicatrices y sentir la congoja traspasada de soledad entre matojos y hierbas.

  Siempre continuamos un diálogo interrumpido, algo que se ha quedado colgado entre la cerrazón de la piel esperando el instante preciso, no para hablar sino para vernos a los ojos en silencio, ya  que las palabras hace  tiempo se nos han coagulado.

  De madre – pequeña, débil cual tallo solitario -  aún me hechiza su pelo ondulante y  la comisura de ese  rostro limpio donde dos ojos color ámbar resaltaban su redondez. En ellos contemplo la ineludible existencia acunándose sobre mis perennes turbaciones.

 El diálogo siempre es el mismo. Madre se congeló en el tiempo. Si viniera ahora de regreso al  mundo actual quizás no le agradaría.

-¿Cómo sigues, hijo?

- Estoy fatigado,  dubitativo, pero sereno conmigo mismo. Tú me enseñaste a seducir las formas según se van viniendo.

 Sus manos, huesudas, donde destacan unas venas petrificadas azules, caminan por mi rostro. “Te recuerdo mucho, pequeño mío”

Ya sobrepasé la edad en la que ella murió. Parece leer mi pensamiento.

 - Cuando nos veamos la próxima vez, los dos seremos polvo de estrellas. En mi tumba, espaciosa y fresca, podemos estar los dos muy juntos. Será como si volvieras a ser niño.

- Cuando ese momento llegue madre, regresaré a tu lado, me recostaré sobre tu regazo. ¿Recuerdas los arrullos con los que me dormías? “A la nanita nana, nanita ea, mi niño tiene sueño, bendito sea”.

- Vete ya. La niebla baja con prisa y no es bueno que te encuentre conmigo. Es una de mis mejores compañías y siente celos de todo, hasta del viento y el alba. Llévate también las flores, pues si vivo en ti no estoy ni nunca estaré muerta.

 Besé su rostro de nácar y partí con la sensación de estar cerrando un pasado, el de las tiernas sensaciones, los camino en flor entre cerezos, robles y frondosos abedules.

En ese tiempo de cardos en flor madre aún tenía entre   la juntura de los labios hermosos besos a granel, olor a retama y pequeñas hojas de hierbabuena cortada en  apacibles paseos, siempre ella y yo,  por las orillas del río Ceares de mi inocencia.



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