Recuerdos inexorables

 En ese tumulto de mudarse de casa, siempre será uno de esos inconvenientes embarazosos  por lo que tienen de   ir  abandonando tras años de pertenencia,  motivos que ahora  te traen recuerdos que ya creías olvidados.

En la vida, cada ser humano suele terminar regresando a una forma de nostalgia. Son esos pequeños e insignificantes objetos que al final representan una parte de la existencia cotidiana. Recuerdos sensitivos que, al destaparlos, se levantan de la lejana nostalgia y te hacen regresar a un tiempo que si no estaba de todo olvidado, una vez descubierto, te moja los ojos, sientes como un sudor interior, una melancolía que abre puertas que uno creía cerradas y entra una nostalgia como un vaho que necesita posarse de nuevo en la comisura del alma. Recordar siempre será volver a vivir. Nunca se cierra la vida del todo. Estamos construidos de sensaciones, momentos precisos, cariños tiernos, alegrías emotivas, canto, palabras envueltas en querencia, y es el caso de este recuerdo que  vuelve.

Mi madre tenía un pequeño transistor de pilas que la acompañó media vida. Con aquel pedazo de alcalina negra, la soledad se le hizo algo más llevadera y el mundo que se alejaba inexorablemente de sus ojos, se le ensortijaba entre sus bucles blancos. Ella, cuando hablaba, lo hacía hacia adentro; tantos años viviendo sola que aprendió a hablarse a sí misma. Era una mujer de monólogo permanente. Cuando de tarde en tarde yo me acercaba a la casa en aquel barrio de El Llano, en Gijón, con olor a salitre cuajada, sus ojos se encendían como dos ascuas de luz. Me hablaba como si jamás hubiese abandonado el hogar materno.

- Hoy tardaste un poco, hijo, gracias que la cena aún está caliente. Siéntate. Hice una cazuela de verduras con papas, la que a ti te gusta.

Mi madre eternamente hacía verduras y buñuelos. Los domingos, toronja y anisete. Sobre el blanco aparador de la cocina, con manchas amarillas marcadas por el tiempo, su transistor  le unía como cordón umbilical con el mundo. Jamás tan insignificante aparato de radio hizo más en la vida de una persona. Un día, era yo niño, se le cayó al suelo y se abrió por completo; aún funcionaba cuando lo tomó en sus manos, pero estaba destartalado y se veían las tripas de sus diminutos condensadores. Con cinta adhesiva lo curó y así duró años, hasta su muerte.

En el hospital, el menudo transistor fue su única compañía durante meses. Como siempre en estos últimos 30 años, no pude estar a su lado cuando partió hacia la eterna grandeza donde la vida ya se hace poesía y trigo. Mi hermana llegó a su lecho frío y rígido para despedirla en nombre de todos los hijos lejanos.  No tuvo tiempo de decirle adiós, pero hizo lo que yo hubiera hecho: colocar entre sus manos, como un rosario, el añejo transistor. Con él la enterraron para que pudiera, por los caminos tachonados de hierbabuena del cielo o la eternidad, seguir escuchando música y canciones, anuncios de detergentes y novelas.

El recuerdo de este insignificante boato vino estos días a mi memoria, por estar escribiendo un largo diálogo con mi madre muerta. Sentado en su tumba, ella y yo continuaremos la charla interrumpida hace muchos años. Era abril  y hace frío. La tierra se esparce perenne por los campos y la humedad se cuelga de los aleros para acurrucarse en los huesos.

Ella, preparaba su eterna verdura mientras escuchaba un capítulo de la radionovela “Ama Rosa”. Durante el tiempo que duraron los gritos, sollozos y abandonos de la aventura, no pronuncié una palabra. Fue a la hora de la cena, y con el plato sobre la mesa, cuando le dije:

- Me voy a América

No movió ni un músculo de su rostro tejido de arrugas, parecía que estaba lejos, entre los prados inclinados del cercano cementerio sembrado de castaños y chopos.

-Ya lo sé.

-¿Quién te lo ha dicho?

- Nadie, es la sangre de una madre avisando cuando un hijo va a partir. La sangre, como la saliva, no engaña. Yo siempre he sabido cuando estabas enfermo porque la espuma se cuajaba en mi boca, y supe de tu partida en el momento en que la sangre comenzó a caminar despacio por mis venas.

- Será por poco tiempo, regresaré pronto.

- El tiempo no existe cuando se es joven. Come, que se está enfriando la cena.

Tomó el pequeño transistor y fue a sentarse con él cerca de la ventana. Fuera, el viento aullaba. Vi que sus ojos me miraban con una serenidad impotente.

- Hijo, en el aparador, dentro de un tarro vacío de mermelada, hay un poco de dinero. Tómalo, te hará falta. ¿Hace frío en América?

- Creo que no.

-Eso es bueno.

Inclinó la cabeza sobre el cristal, mientras la música salida de su transistor arropaba su cuerpo.

Hace unos días,  camino  de casa en la ciudad de Valencia mediterránea, vi. un radio tan pequeño como el que tenía mi madre, y tan parecido que sentí como un escalofrío. Lo compré. Ahora está sobre mi mesa donde escribo estas líneas  y lo observo con un respeto imponente.



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