La vida busca la vida

 

Soy agnóstico en materia de teosofía, hipnotismo, ocultismo, espiritismo y todos los ismos imaginables existentes en la Cábala y en sus ciencias ocultas, por muy espirituales que ellas sean.

 Si a esto se añade que no fumo, no tomo café, no bebo alcohol, no como queso – por citar una de las muchas comidas que no pruebo, ya que no suelo ir a restaurantes – no veo fútbol ni ninguna clase de deporte, poco cine, nada de teatro, ópera o conciertos sinfónicos,  se llegará  a una clara conclusión. Vivo sin vivir. Por tanto, si la existencia es eso y tal vez sea cierto, soy un objeto vivo no identificado, es decir un OVNI o algo parecido.

  ¿Y entonces qué hago en la vida? Solamente dos cosas: leo- entre ello dos periódicos diarios - y algunas veces escribo.

No sé nada de alquimia, del libro de Thot, Tarot o juego de naipes, y aún  menos de la evolución oculta de la humanidad desde Pitágoras a los Hermetistas, hasta llegar al mundo de los Rosacruces y los Masones.

 De todo ello, como de la muerte y el más allá, cerca de lo absoluto, conozco  solamente lo que he podido ir leyendo.

Jamás miro un horóscopo ni he participado en juegos de mano y mente - ignoro completamente la pasión del  ajedrez -  pues coloco mi ilusión en  la razón de mi insignificante existencia.

Carl Sagan, el  desaparecido profesor  de Astronomía, solía decir: “La vida busca a la vida, y eso no podemos evitarlo”. Y en eso estoy, como un pardillo asustado al borde de los misterios del Universo.

 Las imperecederas preguntas siguen clavadas en la mente esperando la gran respuesta: ¿De dónde venimos? ¿Qué somos? ¿Por qué estamos aquí? ¿Adónde vamos?

Silencio. Posiblemente exista un atino para explicar parte de la gran cosmología, pero seguimos en tinieblas. Algunos se agarran a la fe y caminan menos tambaleantes.

En todo hay algo indudable y certero: de los espacios galácticos hemos venido y hacia allí vamos. Es un regreso anunciado, pues no tenemos otra aventura más colosal que esa. En la tumba de un faraón egipcio se puede leer: “La escalera del cielo ha sido desplegada para él, para que pueda ascender por ella hasta el cielo. Oh dioses, colocad vuestros brazos bajo el rey: levantadle, izadle hacia el cielo. ¡Hacia el cielo! ¡Hacia el cielo!”.

Y es que no estamos solos. Es más: no lo podemos estar. Sería cruel.

Metrodoro, filósofo griego del siglo IV antes de nuestra Era, negaba considerar la Tierra como el único mundo poblado en el espacio infinito: “Es tan absurdo como afirmar que en todo un campo sembrado de mijo, sólo crecerá un grano.”

Volviendo a  Sagan, uno no deja de asombrarse por la inmensidad del espacio; tanto,  que para situarnos debemos  hablar de años luz.

En su obra “Cosmos” nos dice cómo arriba y debajo de nosotros, trillones de galaxias formadas por  miles de millones de estrellas, un infinito casi inalcanzable para la mente humana, nos descubren la grandeza de la inmensidad.

   En una galaxia, estrellas y mundos como el nuestro evolucionan, germina la vida y el prodigio de la creación se expande.

Igual a un ejercicio de verano, estamos leyendo – por segunda vez en varios años – ese libro misterioso llamado “El tercer ojo”, escrito por un presunto lama/médico de nombre  T. Lobsang Rampa.  Allí se expone que  algunas de las afirmaciones no serán creídas al ser el Tíbet un país incógnito para el resto del mundo.

Según el budismo, el hombre o el espíritu del hombre, es eterno, no existe la muerte.  Morir no es más que el acto de nacer en otro plano de la existencia.

 Y eso no deja de ser agradable y esperanzador. De la luz del Universo  procedemos y hacia ella vamos. Seremos, hasta la consumación de la eternidad, polvo de estrellas. Esas partículas no comen, tampoco hacen deporte, no se matan entre ellas  y no  juegan a las canicas. Y ante tanto misterio sin descubrir, también habría que saber si el amor será otra capa universal de la Cosmos.

Si sucediera así, Don Francisco Quevedo y Villegas nos salvaría durante toda la eternidad, existiríamos entre amor aunque estuviera envuelto en polvo.



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