“Tócala para mí, Sam”

Los desorientados individuos que hemos cruzado el epicentro de la existencia arremolinados de evocaciones,  vamos a Casablanca (esa es la urbe, no hay otra) con la pretensión de sentarnos en la mesa del Night Club de Rick, en la película que hizo famosa a la ciudad, aún a sabiendas de que nunca se  filmó allí.

 

A partir de la noche en que contemplamos a Rick Blaine sobre la barra de su café americano aferrando el vaso, con la mirada lejana en pos de una pasión distante, y vuelto a encontrar casi  al alba de esa  anochecida, nos parece ver el regreso  que solamente ocurre una vez: el reencuentro de una querencia furtiva. Se ama de disparejas formas, y solamente se recuerda escuchando una melodía o viendo viejas películas.

 

Toda mujer sabe que  el amor, cuando llega, invade una zona bruja del alma, algo sin lógica aparente, señal verdadera  de esa esencia que la arrastra y la hace vivir envuelta en querencias.

 

El director asturiano José Luis Garci, el mismo del Oscar a cuenta de “Volver a empezar”, esa cutícula de nostalgias, decía que desde que vimos a Rick jugando solo al ajedrez, firmando un cheque de mil francos marroquíes  y tragando nicotina, supimos que estábamos ante un tipo admirado en cualquier generación.

 

Los que en algún momento de nuestras vidas  hemos asistido con Rick a la ceremonia de “Casablanca” sabemos  que esa historia en sí es un relato de pasión y salvoconductos en blanco y negro, la magia de  unos tiempos en que vivir era pálido, y aún así verdadero.

 

Hay en esta ciudad marroquí mirando al Atlántico una capa de emocionante “tristesse”, aunque todo esté en el vaho de la mente ilusa. Casablanca es actualmente un torrente de luz y color difuminado y la presencia moruna  sigue sobre  la mirada de Rick, aunque ésta tenga verdad,  entereza  y pérfida vida.

 

Cada uno de nosotros, tal vez, en algún momento sentimos como la soledad se puede tocar con las manos, hacemos con ella  dobleces y la guardamos entre cuitas interiores. Con las ciudades que hemos conocido – y son demasiadas - nos sucede lo mismo, con la salvedad de  tener como un cosquilleo de angustia y una tenue  humedad en la comisura de los labios.

 

 En alguna parte de la nívea  Casablanca hay, debe de haberlo,   un graffiti con estas palabras: “Ciudades y ciudades, no conocéis mi vida, pero he dejado incontable sangre en vuestras piedras.”

 

“Casablanca”, a pesar de los años transcurridos desde la primera proyección, siempre  la volvemos a contemplar con idéntica cadencia  temblorosa.

 

Cierta atardecida ya lejana en el tiempo, acudimos al  encuentro de esa ardiente fogosidad marroquí y lo único que  hallamos fue la niebla, y el popular “couscous” sin sémola, solo el estofado de verduras y carne agradable a un paladar como el nuestro poco habituado a los restaurantes.

 

El “night club” no existía; Rick tampoco, y aún  así, lo veíamos en cada bar inclinado sobre el mostrador en la alta madrugada esperando que entrara en cualquier momento la afinidad afectiva abandonada en un París contaminando de  guerra y nazismo. 

 

  En un instante – es la película  regresando ceñida sobre  los vapores de la nostalgia - Rick se sienta junto a su amigo el pianista Sam y - bajo los efectos del alcohol y las adoloridas querencias - le demanda que vuelva a interpretar la canción    que a la amante y a él, intensamente los marcó en la última noche parisina.

 

La frase se hizo perdurable y todo apasionado del cine va en peregrinaje  a Casablanca con la avidez de hacerla suya:


“La tocaste para ella - le dice -, puedes acariciarla para mí... Si ella pudo aguantarlo, ¡yo puedo! ¡Tócala, Sam!”



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