Residencias de ancianos

La primera idea que se nos viene a la mente cuando pensamos en residencias de ancianos es que se trata de instituciones de bienestar social, de asistencia y atención a los ancianos y personas impedidas, pero, a poco que reflexionemos sobre el particular, las conclusiones son muy distintas.

La proliferación de residencias de ancianos, consecuencia de una demanda creciente que trae causa en el alargamiento de la esperanza de vida, en el acceso de la mujer al mercado de trabajo y en la aparición de enfermedades que acarrean graves dependencias que requieren atenciones permanentes y cuidados especializados, supuso un cambio radical en los planteamientos de la familia tradicional, que venía asumiendo, como una función más, la atención a los mayores hasta su muerte.

Por ello, además de instituciones de bienestar social de los ancianos, se han convertido, también, en instituciones de bienestar de las familias de los ancianos.

Fuera de los casos de inutilidad física o mental, de enfermedades terminales, de ausencia de familia o de voluntariedad, el ingreso en una residencia supone una anulación de la privacidad del anciano, que se ve obligado a convivir con extraños en situaciones que podíamos calificar de íntimas.

Como sostiene algún sociólogo, el reglamento que rige la vida de cada residencia, que pauta y secuencia todos los actos de la vida cotidiana, en la medida que ignora las diferencias que caracterizan la idiosincrasia de cada individuo, entraña una anulación de su personalidad.

Todos los grupos humanos necesitan unas reglas, pero el funcionamiento de las residencias está demasiado burocratizado y deja muy poco margen a la improvisación.

De ahí que el fundamento último de la reglamentación haya que encontrarlo, más que en la protección de los ancianos, en el interés de la propia residencia por manejarlos con comodidad, a toque de corneta, eliminando cualquier atisbo de incertidumbre.

Resulta triste comprobar cómo muchas personas ancianas que con su esfuerzo contribuyeron a crear y mantener la sociedad de la que estamos disfrutando y cuyo deseo es pasar los últimos días de su vida en su propia casa se ven arrinconadas, desplazadas, almacenadas, internadas, arrastradas a una residencia hasta su muerte, por la comodidad y el egoísmo de la propia organización familiar que alumbraron.

Suele decirse que cualquier tiempo pasado fue mejor, y en este caso tal afirmación resulta cierta. Es reconfortante echar la vista atrás y comprobar cómo una de las instituciones centrales del Derecho Consuetudinario Asturiano, la sociedad familiar asturiana, surge, precisamente, para cumplir la función social de que la “generación joven” se haga cargo del cuidado de “los viejos”, función que se asume a cambio de heredar otra institución no menos totémica: la casería. En el ámbito rural está mal visto el internamiento de los ancianos en las residencias. Las familias que lo hacen reciben el reproche moral del entorno.

El partido político que sea capaz de articular una propuesta que salvaguarde y garantice el derecho de los ancianos que quieren continuar viviendo en sus hogares, mediante la implementación de medidas más contundentes de ayuda a domicilio, será un partido humano, solidario y, quizá ganador.

Cierto que envejecer es vivir más, pero debiéramos envejecer con arte, y el arte de envejecer requiere conservar alguna esperanza.

 

 



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