Campos de borona

 

Desde la parte vieja del Huerto del Señor, por un camino estrecho de piedrecitas blancas y enjutos cipreses negros,  siento venir la  esencia de madre. Cuando me presagia, comienza a zumbar  unas estrofas para amainar mi espíritu. Su  melodía habla de ternura celada y como estará allí siempre para ir al encuentro de mis cerrazones.

 

 Al  sentirme, vuelve la cabeza, mientras deja entrever por entre  la juntura de los labios una sonrisa mohína.  Hay un penetrante sabor a heno seco y harina de maíz descarchada.

 

 Me comenta, casi sin haber podido sentarme a su lado,  de Luz María, la muchacha soterrada a su lado y que un gañán cosió a puñaladas. Hoy justamente es su cumpleaños.

 

Luz  María era una joven que el único hombre que tuvo de verdad y la marcó hasta los más profundo de las entrañas, un mal día, la zurció  con sangre. Llegó al cementerio hecha pedazos, y madre con mucho estoicismo, usando   hierbas medicinales de los campos vecinos y los pocos conocimientos de anatomía que aprendió en la Gran Guerra, fue reconstruyéndola de nuevo. Ahora  vuelve a cimbrear su cuerpo por entre los nichos y más de un muerto se desespera por sus huesos. Tiene un amor silencioso, un general prusiano muerto en duelo de honor, pero él solamente atina a mirarla y a lanzar suspiros hondos, como si los canalillos de la heredad temblaran de querencia.

 

- Infortunadito el hombre, comenta madre. Desmedida edad para la muchacha, pero no puede controlar su ánimo y éste se le sale del cuerpo nada más verla. Ella está sola y sacudida, pensando siempre en aquel  mal  soplo que la encerró en esta parte de las sombras,  mientras el anciano guerrero musita sus cuitas.

 

Jamás he visto que viniera a verlo nadie. Al principio, hace de esto mucho tiempo, una  dama de mediana edad solía llegar con  un ramo de rosas y colocarlas sobre la losa. Un día dejó de venir y las últimas ternuras en flor  terminaron ellas también convertidas en polvo y olvido.

 

 Madre no sabe que el amor suele ser una fruta nunca madura.

 

 Le insinúo, un poco en broma, para romper la crudeza del silencio,  que el arcaico militar es de su misma edad y le puede ayudar a calentar la tumba, pero enseguida corta: “El hombre  posiblemente necesite otro cuerpo para calentarse, pero a la mujer le sobra con sus recuerdos. Yo los he tenido considerables y llenan cada una de  mis horas de soledad. Por otra parte, ya no soportaría otros sudores que no fueran los míos”.

 

 Abro un sobre y saco un libro: “Toma, estoy pagando una deuda contigo”.

 

 Ahora el tufo de los labrantíos de maíz es cada vez más cercano. Se acrecentó el viento de levante y el mar se ha enmarañado en las inclinadas laderas por donde, si cerrara los parpados,  sobre el mijo y la mazorca  vería entre albor y sombra correr mi perdida infancia, la misma que aún perdura entre los surcos de mi alma. 

 

¡Campos de maíz!  Sin ellos saberlo guardan la borona que con leche caliente recién ordeñada ponía madre sobre la mesa de madera, y hoy, media vida larga después, al desgranar esas nostalgias, siento en mí el calor del hogar perdido.

 



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