K. e I.

Kafka estaría orgulloso. En pocas ocasiones se habrá representado en la vida real una historia que guarde tantas similitudes con la que el atormentado y enfermizo autor describe en “El proceso”.

En esta, el protagonista es Josef K., de profesión bancario. Una mañana se levanta y es arrestado por un crimen de gravedad sin que sepa de qué se le acusa. A partir de ahí se desarrollan una serie de acontecimientos incoherentes, ilógicos e irracionales de carácter onírico con un desenlace radical: K. es ejecutado sin que ni siquiera en ese momento consiga tomar conocimiento de la acusación. Es lo que se conoce como “situación kafkiana”.

 

En “la otra”, su protagonista es I., de profesión funcionario, fuertemente comprometido con la ética. Al igual que K., una mañana se levanta y se entera por los periódicos de que va a ser llamado a declarar por unos hechos que desconoce, de comisión imposible, desarrollados en una administración distinta a aquella en la que trabaja, cuya autoría corresponde a terceros y en los que, por tanto, no pudo tener participación alguna. A partir de ese momento, se suceden una serie de acontecimientos rocambolescos que le hacen aparecer como culpable ante la opinión pública hasta que, finalmente, logra demostrar su inocencia aún sin saber de qué se le acusaba. ¿Situación ignaciana?

 

El paralelismo es evidente, si bien el desenlace no fue vitalmente fatal. Como en el caso de K. (aunque es esta ocasión el arresto se sustituye por la pena mediática, especialmente incisiva en algún medio de comunicación que en lugar de informar se dedicó a lapidar, guillotinar y ejecutar), I. no sabe a qué obedece su situación. En proporción inversa a la intensidad de la pena pública, decrece su derecho a la defensa sobre “algo” que sigue sin conocer.

El laberinto mediático y procesal se le aparecen como un mundo hostil; el carácter público del procedimiento, como vergonzante. A I. le vienen a la mente las últimas palabras de K. cuando, humillado y desesperado segundos antes de su ejecución, exclamó: “Como un perro”, cual si la vergüenza, el descrédito y la impotencia fueran a sobrevivirle.

 

“El proceso” fue un medio de denuncia utilizado por Kafka para poner en cuestión la arbitrariedad de esa mastodóntica “organización” que nos gobierna cuando quienes son depositarios de los instrumentos de poder, en cualquiera de sus ámbitos, los ejercen con ligereza, a veces con incompetencia que llega al punto de impedirles distinguir entre el poder legislativo y el poder ejecutivo, con autoritarismo, sin rigor, con olvido de las garantías del Estado de derecho, sin motivación alguna; con fuerza desmedida, eligiendo los más duros de entre los posibles, disparando a todo lo que se mueve y antes de preguntar, fruto de esa sobredosis de moralina que nos invade, olvidando que cuando se sale de caza deben extremarse las precauciones por el riesgo de herir a otros cazadores, causando daños indiscriminados que, en el caso de K., concluyen con su ejecución, a pesar de que vivía en un Estado constitucional en el que reinaban la paz y el orden, y las leyes eran cumplidas; unos poderes públicos amedrentadores que necesitan transitar con urgencia de la ontología a la deontología; unos poderes públicos que reclaman independencia, pero que están ayunos de responsabilidad.

 

Tristemente, el argumento de la obra de Kafka sigue plenamente vigente. Aún más crudo si cabe, ya que ahora se practica, además, el oxímoron: para la Infanta Cristina la imputación era un estigma, mientras que para el resto de los ciudadanos es ¿una garantía? Quien se ve envuelto en un proceso lo pierde. Cuando la maquinaria judicial se pone en marcha, hasta el más responsable ciudadano puede verse atrapado en sus redes, contemplando impotente cómo la espada de Damocles en la que a veces se convierte la justicia cae sobre su inocencia. Da igual el papel que interprete: actor principal, secundario o, simplemente, espectador. La publicidad se ofrece a todos menos a los interesados, ignorancia que provoca angustia, impotencia y desazón. La opinión pública se convierte en tribunal inexorable contra el que es imposible luchar. Todos saben más que el afectado.

Cuando la existencia vital se desarrolla en estos escenarios, los procedimientos, la justicia, se asemejan al “férreo estuche” de Weber en que se convierte la burocracia, que cosifica al ser humano y lo transforma en algo inanimado que lucha infatigable y desesperadamente por encontrar la luz que le saque del laberinto en que se ha convertido su existencia.

 

La experiencia vivida pertenece a un mundo absurdo pero real, el mismo mundo descrito por Kafka, que no ha cambiado con el paso del tiempo y que nos puede aprisionar y atenazar a todos por imposible que parezca, provocando charcos de injusticia de los que es muy difícil salir incólume.

Kafka utiliza “El proceso” para criticar algunos aspectos de la vida moderna centrados en la falta de sentido común y un progresivo desmoronamiento ético, actuando, en opinión de algún autor, como fiscal literario de la modernidad. Su filosofía acusadora sigue siendo, lamentablemente, intemporal.

Valgan estas reflexiones públicas sobre el otro proceso cuyo protagonista fue I. para patentizar que los escenarios lúgubres y tenebrosos descritos por Kafka en los inicios del siglo XX mantienen, en algunos casos, plena vigencia.

En nuestras manos, en las de todos, está conseguir que la expresión “es una situación kafkiana” se convierta en un recuerdo del pasado.

En tanto esto sea así, I. no olvida aquella máxima que dice: “Si quieres ser feliz un día, véngate; si quieres ser feliz toda la vida, perdona”, eligiendo como estandarte de su existencia la segunda opción.

 

 



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