Se nos olvidó ponerle el cascabel al gato

Hubo un tiempo en el que las luchas por la supervivencia y por los derechos que otorga una democracia eran el pan de cada día. Las manifestaciones multitudinarias, unos junto a los otros, consiguieron que la ansiada democracia, (mejor aún: la salida de las tinieblas), nos abriera las puertas. Un fresco aire nuevo, un relámpago de luz, se abrió ante la vida, señalando el final de la tormenta eterna. La pertinaz sequía de libertad finalizó su larguísimo camino y, aunque entre rastrojos, caminamos al fin con la cabeza alta y las miras puestas en un futuro pleno de esperanza. Todas las asociaciones, agrupaciones, partidos, sindicatos; todas las organizaciones hablaron del buen futuro que nos aguardaba en los años venideros.

Mas, parece ser  que mientras unos celebraban la buena nueva, otros, (entre ellos los que creíamos protagonistas del cambio), comenzaron a montar lo que cuarenta años más tarde se destapa como el tarro de las esencias malignas. Comenzaron a organizarse; a comprarse y a venderse; a prostituir lo que tantos años y sacrificios había costado levantar. Y el pueblo llano, con la confianza puesta en sus representantes electos, se olvidó de ponerle cascabel al gato.

Y así, algunos de aquellos que, con buena voluntad y el mejor acierto posible, habían negociado la transición y se habían puesto a la ingente labor de enderezar el rumbo de este país, poco a poco, tal vez alienados por su protagonismo, tal vez engreídos por su propia vanidad, comenzaron a creer que ellos merecían algo más; que ellos eran los artífices únicos, (ungidos por el beneplácito del pueblo llano) y que no debían compartir con nadie los beneficios del maná que se les otorgó para su buena administración. Creyeron que una parte del tesoro les correspondía por derecho propio.

Se crearon de la nada, (salvo en la derecha ya acomodada y heredera de los antiguos fastos), las nuevas élites del proletariado. Pero, élites al fin. Lo que hoy se da en llamar “la casta”.

Así, la especie política de la izquierda comenzó a entenderse con la élite política de la derecha patronal nacional y la de fuera de nuestras fronteras. (No en vano se vivían, -viven-, tiempos de globalización, de asimilación pactada de los nuevos dominios liberales). La estirpe sindical hizo mutis por el foro y dejo a los trabajadores cada día más lejos de sus propios intereses y se dedicó a pactar lo innombrable a cambio de prebendas para pobres, como eran las ciudades de vacaciones, economatos y cursos. Muchos cursos. Y sinecuras más provechosas para quienes se erigieron en el páter familias de la clase trabajadora

El pueblo llano se fue quedando sin adalides. Hasta el punto que cuando quiso  poner las cosas en su sitio, se encontró con unos cordones de leyes que impedían la libertad real de expresión; que abrían la puerta a la represión en nombre de una libertad decomisada. Y descubrió que aquella Constitución tan sufrida y anhelada también estaba alambrada de tal manera que los derechos en ella recogidos no eran otra cosa que papel mojado. Por consenso.

Se nos olvidó poner vigilancia a los celadores de nuestras libertades.

 



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