Reivindicación de Cabral

Reivindicación de Cabral

El asesinato de Facundo Cabral, hace hoy dos semanas, tuvo menos líneas en la prensa que los soplamocos de la mujer de Murdoch al anarquista de la tarta. Choca un tanto que en esta vida que ha hecho de la muerte su principal fetiche, sobre todo cuando se trata de gente conocida, se haya minimizado con estruendo el fallecimiento del cantautor platense. Más aún dadas las circunstancias, si no borgianas, como le hubiese gustado sobremanera al muerto, sí cortazarianas: el artista se dirigía al aeropuerto de Ciudad de Guatemala tras terminar el último concierto de una minigira por el país. Al parecer, antes de subir a un coche de alquiler o a un taxi se cruzó con el empresario bajo sospecha Henry Fariña, que también viajaba al aeropuerto y que le ofreció su automóvil. Se conocían porque Fariña había contratado alguna vez para algún acto a Facundo Cabral. En el trayecto hacia el aeródromo, el coche fue cercado por dos furgonetas y varios sicarios abrieron fuego acribillando a Cabral. Las balas iban contra Fariña pero fueron a parar al corpachón de la trova. Continuidad de los parques a la inversa. El momento inoportuno en la vida del artista, como cantó el Gato Pérez “se fuerza la máquina de noche y de día, y el cantante con los músicos se juega la vida”. Tras el tremendo suceso hubo unas horas de incertidumbre épica, con sus habituales homenajes de flores junto al lugar de la muerte y frente a la embajada argentina en Ciudad de Guatemala, desde cuyo balcón y ante un centenar de atónitos aficionados a la prosa de Cabral, el embajador de la Argentina en Guatemala lanzó una milonga tan breve como sorprendente: “Si los neoyorquinos no tuvieron la culpa de la muerte de Lennon, los guatemaltecos nada tienen que ver con la de Facundo Cabral”. Así, en esta sincronía del realismo mágico se fue Rodolfo Enrique Cabral, cantautor, crítico social, pacifista a veces y, en los últimos años, anarquista filosófico y contemplativo, siempre según la wikipedia. Para los más comunes de los mortales, que lo somos, se fue el autor de ‘No soy de aquí ni soy de allá’, una delicia del surrealismo autodidacta y popular de Cabral. Aquella canción que siempre pensamos que era de Alberto Cortez, con quien por cierto y debido al célebre tema Cabral hizo una serie de bolos incomprensibles para recaudar la poca guita que daba la vida que llevó. Facundo Cabral es uno de los últimos supervivientes de una casta de difícil catalogación que frecuentaba la espina dorsal del continente iberoamericano, desde la Tierra del Fuego a Montevideo, en una complicada y poco común comunión entre argentinos y uruguayos. Atahualpa, Daniel Viglietti, Rafael Amor, Zitarrosa, José Larralde… En un cruce de caminos, sin echar las largas, Cabral tocó la gloria y habitó el olvido, casi como en la leve hora de su muerte. Este borgiano insobornable, ciudadano ilustre de Buenos Aires, que conoció a Dios gracias a un mendigo que le declamó el sermón de la montaña, fue alcohólico a los 12 años, preso a las 14 y fugitivo desde entonces. Sus escasas apariciones por nuestros ministerios de la música, su localización patria y su afición a su continente lo convirtieron en un breve desconocido, apenas mencionado incluso en la autoría de su obra estándar (el mencionado ‘No soy de aquí…’), pero que sin embargo, y afortunadamente, puebla las estanterías de los viejos anarquistas, ahora tal vez profesionales talludos y conservadores respetables, que esgrimieron pósters y canciones para paliar la oscuridad de los años de piedra en una España donde poner una casette de Víctor Jara podía llevarte a la cárcel, aunque sólo fuese para ser interrogado. En los tiempos de Quilapayún e Intilimani, Cabral asomaba por detrás una cabeza romana pero de La Plata, inmensa y grave como su voz y parca como sus acordes. Su ritmo tenue, afrancesado a veces, chocaba en el aire con su aspecto rudo, pesado y pesaroso. Optimista y existencialista, Cabral fue un surrealista de juguete, comprometido siempre, con una u otra cosa pero profundamente. Y tierno en el recuerdo de mocedades rojas y progresías eventuales, aquellas juventudes que eran capaces del absurdo de emocionarse con un himno. Facundo Cabral está en ese calendario roto de las cosas de las que a menudo se arrepienten los desagradecidos.

Como en un funeral de algún pueblo pampeño, perdido en el recuerdo de los desmemoriados, se va el gigante con la voz de sosiego y aventura urbana, de arrabal. Con el respiro unánime de los no asistentes, apoyados en el olvido injusto del resto de los cronistas que evolucionaron del desván a los palacios. En una bicicleta de plata, por un sendero de luciérnagas, ahí va Ca bral, con sus barbas de apóstol

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